Las alegrías de mi infancia las hallé fuera, en mis escasas,
demasiado escasas, escapadas lejos de la casa familiar.
¿Los mejores recuerdos que conservo de aquella época? Tres
años seguidos, durante las vacaciones de verano, fui con mis abuelos maternos a
un pueblo de alta montaña, no lejos de aquel
lugar encantador que llamamos all¡ Canat-Bakich, el Canal de
Baco. Cada día, nada m¡s despertarnos, mi abuelo y yo subíamos a pie hasta la
cumbre, llevando sólo bastones y algo con lo que apaciguar el hambre: fruta y
bocadillos.
Después de dos horas de escalada, lleg¡bamos a una cabaña de
cabreros, construida en tiempo de los romanos, según decían, pero que carecía
de esplendor antiguo alguno; era sólo un refugio de piedra sin labrar, con una
puerta tan baja que hasta yo, a los diez años, tenía que agacharme para entrar.
En el interior, una silla de patas tambaleantes con la rejilla destrozada, y
olor a cabra. Pero, para mí, era un palacio, un reino. No bien lleg¡bamos, me
instalaba allí; mi abuelo se sentaba fuera, en una piedra alta, apoy¡ndose con
las dos manos en el bastón. Me dejaba entregado a mis ensueños.
¡Dios mío, qué ebriedad! Navegaba entre las nubes, era el amo
del mundo, sentía en mi vientre los c¡lidos júbilos del universo.
Y cuando el verano terminaba y yo volvía a bajar a tierra, mi
dicha se quedaba all¡ en lo alto, en la cabaña. Me acostaba cada noche en
nuestra amplia casa, bajo los cobertores bordados, rodeado de tapices, de
sables cincelados y de aguamaniles otomanos, pero sólo soñaba con la choza de
los pastores. Por cierto, aún hoy, en la otra vertiente de la vida, cuando
vuelvo a ver en sueños el territorio de mi infancia, lo que se me aparece es
aquella cabaña.
Fui allí tres años seguidos, a los diez, a los once y a los
doce. Después, el encantamiento se rompió. Mi abuelo tuvo algunos problemas de
salud y le desaconsejaron aquellas largas escaladas. A mí, sin embargo, me
seguía pareciendo vigoroso, con el pelo tan negro y el hirsuto mostacho m¡s negro
todavía, sin la menor hebra de plata. Pero se trataba de un abuelo, y nuestras
chiquilladas no le hacían ningún bien. Tuvimos que cambiar nuestro lugar de
veraneo. Fuimos a hermosos hoteles con piscinas, casinos y veladas de baile,
pero yo había perdido mi reino infantil.
Amin Maalouf: “Las
escalas de Levante”. Alianza Editorial, Biblioteca Maalouf. 2010