Creo en el
amor como en la experiencia más maravillosa de la existencia,como
generador de toda clase de alegrías. Y en el amor correspondido,como la
felicidad misma.
Pero no fui
educado para él, ni para la felicidad, ni para el placer.
Porque fui
advertido malamente contra la entrega y el gozoso abandono que supone.
Cada día,
entonces, todavía es una ardua conquista, una transgresión, una
desobediencia debida a mí mismo, una porfía.
La laboriosa
tarea de desaprender lo aprendido, el desacato a aquel mandato primario
y fatal, aquel dictamen según el cual se gana o se pierde, se ama o se
es amado, se mata o se es muerto.
La vida, por
tanto, no me ha endurecido, ese sea tal vez mi mayor logro.
Que me palpen
de armas. Dejo a un lado, si es que alguna vez tuve o me queda, toda
arma que sirva para volverse temible, para someter, para acumular, para
ser poderoso, para triunfar en un mundo de mano armada, en el que la
felicidad se compra con tarjeta de crédito.
No quiero que
la lucidez me cueste la alegría, ni que la alegría suponga la necedad o
la ceguera...
Pero no me es
fácil, me cuesta vivir a contratiempo, con la sensación de ser testigo
de un desatino histórico gigantesco, de un extravío descomunal, tan
irracional, absurdo o desolador como la bomba de neutrones.
No entiendo al
mundo. Me parece, como dice Serrat, que ha caído en manos de unos locos
con carnet. Me siento ajeno a la debacle, pero en el medio de ella.
Mi vida es
apenas un instante en el océano del tiempo y es como si quisiera que ese
instante fuera sereno y hondo, en el medio de una ensordecedora
discoteca o de un holocausto definitivo, siempre a punto de estallar.
Me desazona la
banalización de la vida. El pavoneo de la insensatez. El triunfo de la
prepotencia y de la ostentación. La deshumanización salvaje de los
poderosos, la aceptación y el elogio del "sálvese quien pueda". La
práctica y la prédica del desamor y de la histeria.
Me descorazona
la idiotez colectiva. La idealización de lo superfluo. El asesinato de
la inocencia. El descuido suicida de lo poco que merecía nuestro mayor
esmero. El desconocimiento o el olvido de nuestra propia condición.
Me conmovió,
no hace tanto, que el cosmólogo Sagan, en un artículo extenso, escrito
como desde un punto perdido en el infinito del espacio desde el cual el
mundo se observa como una bolita cachuza, terminara diciéndonos: "Besen
a sus hijos", escuchemos a esos hombres, sigámoslos. Leamos a los
poetas, no permitamos que el misterio de la existencia deje de
estremecernos cada día, porque es el costo más alto que podemos pagar
por nuestra necedad y nuestra omnipotencia.
La vida de un
árbol merece nuestra devoción y nuestro más grande regocijo; al amparo
gozoso de su sombra, acariciados por la tibieza de la luz del sol y
arrullados por el sonido mágico e irrepetible de su follaje, mecido por
la mano invisible del viento, estaremos a salvo de la alienación y de la
orfandad; siempre y cuando seamos capaces de apreciar esa gloria
mientras nos sea posible de reconocer en ella nuestra mayor riqueza.
Que la muerte
no nos hiera en vida, que la ferocidad no nos pueda el alma. Que nada
troque nuestra dicha de estar despiertos.
Que una
caricia nos atraviese como una flecha jubilosa y radiante.
Besemos a los
que amamos. Amémonos".
autor : Oscar
Martinez