Asunto: | [brisasrenovadoras] TRILOGIA DEL DESVARIO | Fecha: | Domingo, 29 de Abril, 2007 00:15:45 (-0300) | Autor: | marias carla sobral <mariascarlas @.........ar>
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Trilogía del desvarío Bruno Kampel 1. La demencia de la
cordura Se despertó no muy bien dispuesto. De hecho, como de costumbre en
los últimos meses, el reloj despertador, además de traerlo de vuelta a la
realidad, desencadenaba un diluvio de urgencias que había que atender, una por
una. La primera, indispensable para poder continuar con el día que comenzaba,
era saltar de la cama en cuanto el despertador sonara, ir corriendo hasta el
guardarropa y abrirle las puertas rápidamente, intentando
sorprender a los fantasmas que allí pasaban la noche. Infelizmente, sin éxito.
Por lo menos hasta hoy. Sí, estaba convencido de que entre los pliegues de las
horas que la madrugada fabrica, y aprovechándose de su torpor somnoliento, los
fantasmas invadían su armario y allí pasaban el tiempo planeando su muerte. Se
había entrenado para levantarse de la cama ni bien el primer "riinng" del
despertador sonase, y sin pérdida de tiempo abrir las puertas del ropero, pero,
la verdad sea dicha, los fantasmas hasta ahora habían sido más rápidos que él,
porque no había podido agarrarlos con las manos en la masa. Después de
verificar que el guardarropa no significaba un peligro para él, fue al baño y se
puso de espaldas al espejo, para que éste pensara que no tenía intención de
reflejarse en él. Ni bien el espejo confiadamente bajó su guardia, se dio media
vuelta y, con un aire triunfal en sus mejillas, empezó a afeitarse. Mientras
lo hacía, no dejaba de
espiar de reojo la cesta de la ropa sucia, porque sabía que también allí los
fantasmas le habían tendido una trampa mortal. Felizmente, hace tiempo que
había descubierto que si abría el cesto de la ropa a las 7 y 17 en punto, nada de
malo le ocurriría. Se felicitaba por su inteligencia y percepción, ya que sin
ellas, estaba seguro, hace mucho que hubiera perdido esa guerra sin cuartel que
le habían declarado. Una vez duchado y vestido, quedaba pendiente el desayuno,
y la cocina fue el lugar para el cual dirigió sus pasos, en un ritual que se
repetía cotidianamente. Una vez allí, y mientras el pan no se tostaba y la
leche no hervía, apoyó una silla en la puerta del horno, porque sabía que también
allí estaban, esperando por cualquier descuido de su parte. Terminado el
desayuno, volvió al baño, y como despedida antes de salir, introdujo la cabeza en
la máquina de lavar ropa y gritó sus consignas para ese día: —¡La reina del
Paraguay es la
prima de la enema del general! ¡El edificio se niega a someterse a la educación
sexual! ¡Quiten las manos del pubis del Canal de la Mancha! Después de esas
tres, y gritando tanto que casi se quedaba sin voz, dio sus últimas
instrucciones: —¡Los genitales del coche exigen nuevos amortiguadores!
¡Estrangulen a todos los sinpescuezos! ¡Basta ya de sepulturas dietéticas y de
postres cibernéticos! Quitó la cabeza de dentro de la lavadora, agarró el
paraguas que dormía en la cama de la asistenta que no tenía, abrió la puerta y
salió. Aunque vivía en el octavo piso, sólo usaba la escalera, porque estaba
al tanto del pacto firmado entre el ascensor y sus enemigos. En cada piso fue
abriendo las pequeñas portezuelas de los contenedores de la basura, para saber si
estaba siendo seguido. Llegó al garaje y, antes de entrar en el coche, cumplió
con todas las instrucciones que había aprendido para descubrir si los fantasmas
se habían infiltrado
en el vehículo. Dos saltos sobre el pie izquierdo, el dedo meñique en la nariz,
un meneo rápido de la cintura, y la palabra mágica mashishumiklin repetida 7
veces. Después, un poco más tranquilo y seguro, entró en su coche y dio partida
al nuevo día. La distancia a recorrer no era mucha, y durante el viaje se
divertía mirando por el espejo retrovisor a las fantasmas que corrían atrás del
automóvil. Aceleró, y así los perdió de vista. Hoy —pensaba— era uno de los
días que menos le gustaban, porque tenía que ir a la consulta en la clínica
psiquiátrica. La verdad es que no le encontraba gracia, pues no creía en ninguno
de los tratamientos, ya que estaba segurísimo de que la locura no existe.
Llegando a la clínica salió del coche, se arregló el nudo de la corbata que
no usaba, y silbando una letra sin música abrió la puerta y entró. Y ni bien lo
hizo, tuvo su primera rabia del día, ya que, aun llegando tan temprano como
siempre ocurría, jamás
conseguía ser el primero. La sala de espera ya estaba repleta de pacientes
aguardando la hora de ser atendidos. Miraba para todos los lados sin saber qué
hacer, hasta que la enfermera-recepcion ista se acercó, y con una sonrisa en los
labios lo recibió con la frase que él ya conocía de memoria: "Buenos días, doctor
Alfredo. En cuanto esté listo avíseme, que hago pasar a su primer paciente".
2. La insensatez de la locura Era una oportunidad que no dejaría
escapar. Hacía mucho tiempo que lo tenía todo planeado, y finalmente las
circunstancias le habían sido favorables. Cerró con llave la puerta de la
habitación. Tomó el teléfono y se comunicó con la Recepción, pidiendo que no
pasaran llamadas hasta nuevo aviso. Se dirigió hacia la silla, y se sentó
frente a frente, mirándose en los ojos, como hacía mucho no sucedía, y sin más
retrasos, dijo: —Te guste o no, lo quieras o no, diré ahora todo lo que
he callado durante los últimos años. Y será un monólogo que tendrás que
escuchar, sí o sí, y no aceptaré ningún tipo de interrupción. Pequeñas gotas
de sudor se acomodaron alrededor de sus labios, los cuales, como que anticipando
el resultado del encuentro, temblaban imperceptiblemente, imitando las cuerdas
del violín. —Vengo aguantando durante años tus promesas de que mañana será
mejor; de que las cosas serán como las soñamos. He asistido impasible a todos tus
fracasos, y escuché pacientemente todos tus arrepentimientos. Simplemente, te lo
digo en pocas palabras: estoy harta. Sí, de ti. De tus mentiras y mentirillas, de
las falsas esperanzas. Y esto tiene que terminar para siempre, porque no puedo ni
quiero tolerar más tus idas y venidas, esta eterna falta de amor, esta ausencia
de todas las esperanzas que siempre dijiste que se harían realidad. ¡No puedo
más, ¿entiendes..? ! Esa última frase la gritó, pero al recordar que no estaba
en su casa
sino en la habitación de un hotel, bajó el tono, aunque su voz ya no era la
misma con la que había comenzado. La culpa, pensaba, era de la respiración
entrecortada, del calor, de los nervios, pero, principalmente, del saber cómo
terminaría el monólogo tantas veces ensayado. Tomó un sorbo de agua, como
tratando de ganar tiempo para recuperar el equilibrio, y después continuó, como
si cada palabra que pronunciase fuera una sentencia condenatoria, un peso que le
quitaba de encima a su angustia existencial. —¡No puedo más, ¿entiendes..? !
No quiero ser una víctima más de tus fracasos. No permitiré que de nuevo hagas
todo lo contrario de lo que prometes hacer; que mientas cuando debes decir la
verdad; que fracases cuando tienes todas las de ganar. Porque sabes muy bien
quién sufre siempre las consecuencias de tus actos. Quien paga soy yo; quien
pierde soy yo. Y ya estoy harta. Hartísima. Hasta la mismísima coronilla. ¡No y
no y no! ¡Nunca más, ¿me oyes..?!
¡Nunca más! Aún no terminara de pronunciar las últimas palabras, y actuando
de forma incontrolada, como si se hubieran abierto las compuertas de un dique que
estuviera a punto de estallar, se levantó intempestivamente, totalmente fuera de
sí, y movida por una urgencia inaplazable e intransferible, corrió hacia la cama
sobre la cual dejara su cartera. Alucinada, la abrió y retiró la pequeña pistola
con la cual, sin titubear, le disparó a quemarropa. Antes que el eco del tiro
dejara de flotar en el aire, giró la pistola y, apoyándola en su corazón, hizo el
definitivo gesto, apretando el gatillo por segunda y última vez. Una hora
después, estudiando la escena del crimen, el investigador policial confirmaba:
—Ella tuvo una muerte instantánea. No me cabe la menor duda que se trata de un
suicidio. Lo que no consigo comprender es la razón que tuvo ella para, antes de
matarse, pegarle un tiro al espejo. ¡Uno ve cada cosa..! 3. La locura de la locura Saltó de la cama con la desesperación
imponiéndole el ritmo. Corrió hacia el guardarropa con la urgencia de los que
deben comprobar asuntos de vida o muerte, y entornando los párpados, se paró
frente al espejo que colgaba de una de las puertas. Contó hasta diez y luego
abrió los ojos de par en par, e inmediatamente se dio cuenta que la pesadilla no
había terminado. Sí, lo único que veía reflejado era un patético grito de dolor
pungente, el cual, riéndose sin piedad de los ojos que lo seguían, aullaba sin
apuro en un rincón del espejo, emitiendo una sonoridad dodecafónica que tan sólo
el eco de la angustia más profunda podía entonar con tal maestría. Tembló de
miedo del grito que la contemplaba, y la incertidumbre, al darse cuenta, se sumó
al monólogo en blanco y negro que el espejo declamaba sin palabras. Empezó a
sudar, y el grito aceptó el desafío, mientras mostraba una desesperación que
hasta entonces
hibernaba enterrada entre las cicatrices de la noche. Lloraba de angustia, y
el grito lo hacía de rabia, y la perplejidad —recién llegada— asistía al duelo,
mientras la madrugada espiaba por la ventana sin darse por aludida. Cerró los
ojos, pero demasiado tarde, ya que el alarido, en un salto acrobático, le atrapó
la garganta y allí se instaló soberano, despedazando el silencio del amanecer en
la habitación 22 de la clínica psiquiátrica. Murió gimiendo, una muerte
totalmente afónica, y las impresiones digitales del grito asesino se
desvanecieron en el mutismo sepulcral de la palidez cadavérica, mientras la
mañana se desperezaba despreocupadamente, y la enfermera ordenaba el cambio de
sábanas, en la expectativa de la llegada de un nuevo paciente. envio de
R.Duprat
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