En ese continuo movimiento que es nuestra
vida
nos vamos encontrando con una enorme variedad
de
seres humanos.
Ni aun el más solitario o misántropo puede evitarlo,
tal
es evidencia.
Unos se quedan a nuestro lado mucho tiempo,
casi todo, otros se esfuman tras pasar con nosotros temporadas, a veces muy
intensas y no volvemos a saber más de ellos, ni siquiera nos los encontramos por
la calle, con lo fácil que es en una ciudad de tamaño todavía abordable como la
nuestra.
A veces los encuentros, aunque fugaces,
dejan una profunda huella en nuestra memoria,
sin que
podamos explicar racionalmente por qué.
Quizá los más especiales son esos seres
que aparecen en los momentos gozne de nuestra trayectoria vital y nos hacen
descubrir nuevas perspectivas sobre nosotros mismos o sobre el mundo, ensanchando
magnánimos nuestros horizontes, enseñándonos valiosos secretos a menudo
sin palabras, con sólo el ejemplo.
Todos guardamos en algún rincón de nuestros
recuerdos un lugar privilegiado para esa gente luminosa que apareció de manera
benéfica
en nuestras vidas y de vez en cuando
resulta
saludable dedicarles unos instantes de reconocimiento.
Podría parecer que los relaciono con situaciones
extraordinarias, o al menos de esas que se dan
pocas veces y no es
así ni mucho menos.
Si somos capaces de observar a nuestro alrededor veremos que son muchos
más si aprendemos a reconocerlos y disfrutar de su presencia.
Me refiero a ese amigo generoso,
siempre dispuesto a
dejar a un lado su beneficio personal para hacer sitio al de los demás, o a esa
compañera de trabajo que aun en medio de las tensiones cotidianas nunca pierde la
sonrisa ni la amabilidad, o a ese otro colega que
escucha con atención lo que quieras decirle y te responde con sencillez, sin
recurrir a la vanidad o al orgullo. Esa gente que sabe ver el lado iluminado de
la realidad, porque habita en él, siempre positiva y animosa aun en medio de las
dificultades.
Pero podemos apreciar en su
inmenso valor lo que significa la gente luminosa porque, por contraste, también
nos encontramos con gente sombría, opaca, oscura. La que parece alegrarse
con el mal ajeno, o entristecerse cuando las cosas les salen bien a
los demás. Esos tan duchos en el arte de la maledicencia, tan dispuestos a
elevarse pisoteando a sus víctimas, o simplemente dejándolas caerse sin hacer
nada por evitarlo.
Los que no comprenden la
generosidad
y la llaman debilidad
o la valentía y la tachan de prepotencia.
Los que prefieren que nadie haga nada
para que no se note su
torpe incompetencia.
Los egoístas, que lo quieren todo para sí
mismos
y se hacen ciegos y sordos para los demás.
Tenemos que conocer a los oscuros
para
apreciar mejor a los brillantes.
Es el eterno juego de los opuestos,
tan elaborado por los sabios antiguos
Mª Dolores
F.-Fígares