"(...)Porque el
hombre es trascendencia, jamás podrá imaginar un paraíso. El paraíso es el
reposo, la trascendencia negada, un estado de cosas ya dado, sin posible
superación. Pero en ese caso ¿qué haremos?, Para que el aire sea respirable
tendrá que dejar paso a las acciones, a los deseos,
que a su vez tenemos que superar: tendrá que dejar de ser paraíso. La belleza
de la tierra prometida es que ella prometía nuevas promesas. Los paraísos
inmóviles no pueden prometer más que un eterno aburrimiento(...)"
Simone de Beauvoir ("Pyrrhus et Cinéas")
Asociamos el
aburrimiento con la monotonía y la rutina. Las actividades cotidianas, la falta
de variaciones, nos aburren porque carecen del aliciente de lo novedoso. Una vida
tejida de repeticiones es aburrida, como lo es también un libro que no nos
descubre algo distinto o un viaje en el que no encontramos nada que atraiga
nuestra atención.
Vivimos
rodeados de gente quejosa de su aburrimiento. En realidad se trata de otra
forma de insatisfacción, no derivada de la falta de oportunidades para llenar el
tiempo, sino de la sensación de sinsentido entre tanta oferta de entretenimiento.
Porque en definitiva el tedio no proviene tanto de la ausencia de acción o
distracciones como del sentimiento interior de vacío. Nos aburrimos con aquello
que no nos llena, aunque nos mantenga ocupados. Nos aburrimos porque, como decía
Montesquieu refiriéndose a los príncipes y la gente importante, hemos sido
educados para no aburrirnos jamás.
Se diría que el individuo de las sociedades desarrolladas ha experimentado un proceso evolutivo que le hace buscar a cualquier precio objetos que le entretengan librándole de sus cargas y de sus cuitas; la pasividad, la quietud y el silencio le desconciertan, es más, le inquietan. Parar el tiempo es morir, en cierto modo. Pero esa entrega al movimiento perpetuo en busca de incentivos desemboca una especie de fatiga que, a su vez, le exige descanso. Y es llegado a este punto donde descubre su falta de recursos para afrontar la quietud. Es la paradoja de la hiperactividad: agota pero precisa de nuevas y más fuertes dosis de excitación para calmar sus efectos.
Aburrirse no es fruto de carencia o de depresión anímica alguna, sino un ejercicio de libertad. ¿Por qué no dejar pasar las horas, de vez en cuando, en el límite de la inacción, dejándose llevar por los pensamientos sin por ello sentirse fuera del mundo o de cara frente al vacío? Claro es que, en tal caso, ya no se trataría de un aburrimiento (del latín 'ab horrere', es decir, horrorizarse), sino de un reencuentro amistoso con el Yo; o incluso con el Nosotros, pues también se pueden compartir tiempos vacíos con la pareja o las amistades sin hacer nada, disfrutando de la mera compañía.
Se diría que el individuo de las sociedades desarrolladas ha experimentado un proceso evolutivo que le hace buscar a cualquier precio objetos que le entretengan librándole de sus cargas y de sus cuitas; la pasividad, la quietud y el silencio le desconciertan, es más, le inquietan. Parar el tiempo es morir, en cierto modo. Pero esa entrega al movimiento perpetuo en busca de incentivos desemboca una especie de fatiga que, a su vez, le exige descanso. Y es llegado a este punto donde descubre su falta de recursos para afrontar la quietud. Es la paradoja de la hiperactividad: agota pero precisa de nuevas y más fuertes dosis de excitación para calmar sus efectos.
Aburrirse no es fruto de carencia o de depresión anímica alguna, sino un ejercicio de libertad. ¿Por qué no dejar pasar las horas, de vez en cuando, en el límite de la inacción, dejándose llevar por los pensamientos sin por ello sentirse fuera del mundo o de cara frente al vacío? Claro es que, en tal caso, ya no se trataría de un aburrimiento (del latín 'ab horrere', es decir, horrorizarse), sino de un reencuentro amistoso con el Yo; o incluso con el Nosotros, pues también se pueden compartir tiempos vacíos con la pareja o las amistades sin hacer nada, disfrutando de la mera compañía.