Los
propietarios de un animal doméstico no necesitan que se les demuestre lo que
sienten en su vida a diario. Incluso en circunstancias extraordinarias.
En
1993, Sarajevo vivía bajo las bombas y la constante amenaza de los
francotiradores. Aparte de algunas raciones humanitarias, no había nada que
comer desde hacía casi un año.
Todas
las tiendas habían sido saqueadas, no quedaba ni una ventana intacta, los
parques de la ciudad se habían convertido en cementerios donde apenas quedaban
sitios.
No se
podía salir a la calle por miedo a recibir una bala
perdida
o
ser víctima de otro francotirador.
No
obstante, en esa ciudad agotada y agonizante, donde los únicos sobresaltos eran
el estruendo de la guerra, se veía todavía a algún hombre, a alguna mujer,
o a
algún niño paseando a su perro.
"Hay
que sacarle -decía un hombre en la calle-, y además, en momentos así, uno se
olvida un poco de la guerra; cuando uno se consagra a otra cosa puede
olvidarla".
En la
única habitación todavía intacta de su apartamento, una pareja anciana había
metido a una perra y un gato que hallaron agonizantes en la calle al principio
del sitio.
Pensaban que podrían soltarlos al cabo de unas semanas, cuando estuvieses
mejor.
Un año
después seguían allí.
Nadja y
Thomaslov compartían con esos animales las magras raciones que podían procurarse
de vez en cuando.
El gato
prefería la leche en polvo de los paquetes humanitarios
franceses.
"Es un marqués" decían sonriendo, pero cuando tenía hambre de
veras, aceptaba las raciones norteamericanas que eran algo más fáciles de
encontrar.
La
perra había tenido siete cachorritos delante del edificio. Cinco habían
sobrevivido porque los residentes les suministraban restos cuando podían.
"Nosotros nos ocupamos de ellos porque tenemos necesidad de saber que
algo vive a nuestro alrededor.
Siempre
que podemos también les echamos de comer a los pájaros.
Eso nos
recuerda la paz, ¿sabe?
La paz
normal, la paz cotidiana, como antes.
Hay que aferrarse y creer que
sobreviviremos".
Eso sucedía en Sarajevo, en 1993.
En
medio de la pesadilla, cuando falta de todo, hay algo que todavía queda:
la
relación afectiva, incluso con un perro.
Poder
seguir dando para sentirse humano.
Sentir
que todavía se cuenta para alguien.
Y eso
es más fuerte que el hambre, que el miedo.
Cuando
se perturban esas relaciones, nuestra fisiología se degrada,
y lo
sentimos como si se tratase de un dolor.
Es un
dolor afectivo, pero un dolor, a menudo más intenso,
por
otra parte, que el sufrimiento físico.
Esta
llave de nuestro cerebro emocional no depende únicamente del amor de nuestro
compañero o compañera.
Depende
de la calidad de todas nuestras relaciones afectivas.
Con
nuestros hijos, padres, hermanos y hermanas, amigos, animales.
Pues lo
que importa es el sentimiento de poder ser uno mismo,
completamente, con alguien más.
De
poderse mostrar débil y vulnerable al igual que fuerte y radiante.
De
poder reír y también llorar.
De
sentirse comprendido en las emociones.
De saberse útil e importante para alguien.
Y de
tener un mínimo de contactos físicos cálidos.
Simplemente, de ser amado.
Como
todas las plantas que se giran hacia la luz del sol, también nosotros tenemos
necesidad de la luz del amor y de la amistad.
Sin ella nos hundimos en la ansiedad y la depresión.
Pero en
nuestra sociedad hay constantemente fuerzas centrífugas trabajando para
separarnos unos de otros.
Y
cuando no nos separan, a menudo nos incitan a vivir en la violencia de las
palabras
en
lugar del afecto.
Para
controlar mejor nuestra fisiología,
debemos
aprender a manejar mejor todas nuestras relaciones con los
demás.
Y eso
es posible, por poco que valga la pena aprender las bases
de lo
que se podría denominar la "comunicación emocional".
Del
libro: Curación emocional
CAIA
agradece a "Verdementa" el haber enviado
éste
escrito para leer y atesorar...
CAIA
C.
SI REENVÍAS,
HAZLO TAL CUAL ESTÁ. GRACIAS !!
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