La traición es un terremoto en los
cimientos del pasado, una segunda versión de tu propia historia que desconocías y
que alguien (el traidor) ha modificado para que sientas vergüenza y te conviertas
en un imbécil en diferido. La traición nunca ocurre ahora, en el momento, sino
antes. Raquel no era peligrosa, más
bien una excentricidad del barrio, pero Chichita se ponía en alerta máxima
—¡Hernán, metéte para adentro!— cuando la loca se acercaba demasiado. Sus rarezas
eran dos: iba vestida de maestra cuando no lo era, y se desvestía en la calle
para ponerse el guardapolvos del colegio. Por lo demás, la Loca Raquel era
inofensiva y mi madre sólo me resguardaba por temor a que yo pudiera verla sin
ropa. Me resguardó bastante mal, pienso ahora, porque fue la primera mujer
desnuda que vi en la vida. Yo tenía cinco años y esperaba en la vereda a que
Roberto sacara el auto del garage para llevarme al Jardín. Hacía un frío con
escarcha, pero Raquel se puso atrás de un árbol y se quitó el vestido por la
cabeza, de un solo movimiento, como si fuera una tarde de verano. El momento fue
intenso y memorable. Me quedé hipnotizado viéndole las tetas caídas, el matorral
esponjoso, las estrías, los brazos blancos como la leche. Pero no fue la
palidez del secreto lo que me impresionó. —¡Hernán, metéte para adentro!
Yo miraba otra cosa en el cuerpo de la mujer cuando Chichita se acercó a la
Loca y la espantó como si fuese un perro, es decir, diciendo tres o cuatro veces
la palabra ‘juira’ y haciendo ondular un repasador. Era otra cosa lo que me dejó
boquiabierto. Más tarde, en el coche, Chichita me preguntó qué había visto y yo
le dije que nada. —Nada cómo. —No vi nada, mamá. Pero no era
cierto. Yo había visto algo en la Loca Raquel. Lo único que me llamó la
atención de su cuerpo, lo que sigue en mi memoria después de treinta años, fue la
tremenda cicatriz de una cesárea que le partía la barriga en dos mitades. Al rato escuché, sin querer, una conversación entre
mis padres sobre la Loca Raquel. Chichita le decía a Roberto: —La pobre
mujer está así porque el marido la traicionó —y yo entendí que hablaban sobre
aquella herida horrible. Por eso, desde aquella mañana, la palabra traición
significó, para mí, un tajo de cuchillo en el abdomen. No era la primera vez
que entendía mal las palabras. De chico yo tenía dos enormes desperfectos: uno,
era muy autosuficiente, y dos, me gustaba oír a los adultos cuando susurraban. A
raíz de esta mala mezcla siempre confundí todas las cosas. Me gustaba saltar al
vacío de las definiciones sin saber si abajo había agua. Por orgullo supongo, y
también por vanidad, sospechaba significados rocambolescos y los daba por buenos.
También creí, durante años, que el orgasmo era un pianito eléctrico que mi tía
Luisa no
había tenido nunca. Estos errores, casi siempre, se desvanecían gracias a
un sopapo no esperado. El problema de las palabras malentendidas no estaba en
acuñar un falso significado, sino en utilizarlas en una frase cualquiera, días o
meses más tarde. Por ejemplo, en la vidriera de una casa de música: —¿Querés
o no querés que te compre el acordeón a piano? —No, mamá. Me gustaría tener
un orgasmo. ¡Zácate! Y cuando no volaba de una cachetada era todavía
peor, porque entonces mi familia me confundía con un poeta temprano, con una
especie de prodigio de las palabras: —Decile a la abuela que venga al
comedor a ver lo que se puso Mirtha. —Ahora no puede venir porque está traicionando a un
chancho. Con el tiempo, la escuela primaria y los diccionarios Larousse me
descubrieron el verdadero significado de algunas palabras complicadas. Pero en
otros asuntos yo seguía siendo muy ingenuo. Los chicos curiosos somos
desordenados en la prioridad de los descubrimientos. Es posible que conozcamos
los nombres de todos los dientes, y a la vez sigamos creyendo en un ratón que nos
pondrá billetes bajo la almohada. A los nueve años yo ya conocía algunas
definiciones estrafalarias pero, qué paradoja, aún no sabía que los Reyes Magos
eran Roberto y Chichita. Sospechaba que había gato encerrado, un trasfondo
secreto, pero no lograba entender el qué. Era imposible que tres personas subidas
a tres camellos pudieran entregar miles de regalos al mismo tiempo en Mercedes,
San Isidro y Mar del Plata
(mis únicas ciudades conocidas), pero también eran imposibles muchas otras
cuestiones. Una cosa es comprender, por ejemplo, qué dice el diccionario
sobre el vocablo traición, y otra cosa, mucho más pedagógica, es sentir cada
letra en la nuca. Cuando Diego Caprio, en el recreo, me contó la verdad sobre los
Reyes, sentí el peso multiplicado de la palabra. No me sentí traicionado una,
sino siete veces. Mis padres me habían engañado año tras año, desde el ‘73 a la
fecha, como si yo fuese una paloma muerta que los coches pisan y pisan y vuelven
a pisar. Si los Reyes no existían, ¿qué fueron entonces aquellas noches en
vela? Recuperé en mi cabeza imágenes felices que, de repente, se convertían en
humillaciones del pasado: Roberto llevándome a la quinta a buscar pasto y agua,
Chichita fingiendo sorpresa al verme abrir un paquete que ella misma había
envuelto, los dos
diciendo haber oído las pisadas de los camellos; todos, absolutamente todos los
veranos de enero habían sido una mentira. Si no tuviéramos memoria nadie
podría sernos infiel, ni desleal, ni traicionarnos. Un chico que descubre la
profundidad de la traición se queda, de golpe, solo en medio de una casa llena de
juguetes rotos. Si los Reyes, que eran algo trascendente, no existen, entonces
puede que no existan muchas otras cosas. La traición nunca viene sola: la
escoltan, bravuconas y serviles, la sospecha y la incredulidad. ¿Seré adoptado?
¿Mi abuela también serán los padres? ¿Existen Mario Alberto Kempes, Dios, el
carnicero Antonio, las milanesas con papas? ¿Cuánto más me han engañado y han
reído a mis espaldas? Yo cantaba tangos a los gritos. Yo decía ‘arácnido en
tu pelo’ en El Día Que Me Quieras; y decía
‘el pintor escobroche’ en la segunda estrofa de Siga el Corso. Cuando supe que
esas letras no eran tales, que eran otras, tuve vergüenza de mi pasado cantor, de
todas las veces que los grandes me habían oído desafinar y habían reído a mi
costa sin marcar nunca el error, para poder seguir riendo en el futuro. ¿Cuántas
veces me quedé esperando insomne en la noche, para oír las pisadas de los
camellos en el patio, y ellos también reían? La traición es el eco de un
descubrimiento tardío, pero es en la infancia donde el grito ocurre por primera
vez. Las demás traiciones de la vida solamente son repercusiones lejanas de una
primera. El cornudo que descubre a la mujer en la cama con otro se duele, antes
que nada, de su infancia dolorida, de los pequeños detalles del pasado, y no
tanto del delito que ve con sus ojos. Lo monstruoso del engaño es que el
ayer se derrumba —sí,
también el futuro, pero no está allí el epicentro del dolor—; se derrumba lo
que creíamos blanco, se ensucia en la memoria, y nos sentimos estúpidos en la
foto carné del pasado, pobres diablos en la percepción del otro, que reía y nos
veía reír, que juraba haber oído los pasos de unos camellos o juraba llegar tarde
del trabajo cuando en realidad regresaba de un hotel. No, yo no estaba
equivocado a los cinco años, pensé ahora que ya tenía nueve: la traición sí es el
tajo de un cuchillo en el abdomen, una puñalada en la carne que puede volverte
loco, como a la Loca Raquel, y dejarte desnudo atrás de un árbol. |