¿QUÉ
HACEMOS CON LOS ANCIANOS?
Las
sociedades, preocupadas por el respeto de la dignidad del hombre, cuidan
de una manera muy especial a sus ancianos.
Los adultos
mayores, una expresión que se está utilizando cada vez con más acierto,
son, y así deberían ser siempre considerados, un verdadero tesoro para las
generaciones más jóvenes.
Claro que,
para tenerlos en cuenta, se necesita una buena predisposición para aceptar
los achaques propios de la
edad, las mañas que se van
adquiriendo con los años y las dificultades de salud que, casi
inevitablemente, se presentan.
Me resulta muy
sencillo respetar e incluso admirar los ochenta y dos extraordinarios años
de un amigo, que actualmente atiende su consultorio siete u ocho horas
diarias, no ha dejado de concurrir al hospital para dar una mano a los
médicos jóvenes, se lo convoca para dar charlas y conferencias en
congresos internacionales, sostiene partidas de ajedrez en un alto nivel
de competitividad y, si a veces ha tenido algún mínimo contratiempo de
horario, es porque surgió algún inconveniente no esperado.
Pero ¿qué pasa
con aquellos que, ni siquiera habiendo alcanzado esa edad, no pueden
moverse por sí mismos, son absolutamente dependientes de sus hijos y
nietos, y requieren una atención que algunos ni pueden
proporcionarles?
Es fácil
aceptar algunos achaques en las piernas de alguien que, a la orilla de los
setenta y nueve, no para de andar, sube y baja de colectivos y sigue
trabajando como secretaria en un estudio de abogados.
Pero ¿qué
ocurre con los ancianos que requieren una internación permanente, dependen
de una pequeña fortuna para poder comprar sus medicamentos o hay que
cambiarle pañales cinco veces al día?
Es un placer
sostener una conversación con un amigo de mi padre que, en un par de
semanas, cumple los ochenta y cinco, no sólo está perfectamente
actualizado en materia de noticias y películas que comenta con agudeza,
sino que, también, condimenta su charla con apreciaciones inteligentes
acerca de la fe y la vida, nutridas en una riquísima experiencia de
actividades de las más diversas.
Pero ¿qué
sucede con las personas mayores que ya no pueden hilar tres palabras con
coherencia, que han perdido la memoria o que refunfuñan por cualquier
cosa?
No es lo mismo
hablar del respeto a los ancianos, cuando son una fuente permanente de
sabiduría, de equilibrio y de sentido común, que cuando presentan esa
penosa imagen en la que uno, más joven, no quiere ni admitir, ya sea
porque se ve reflejado en ellos como en un espejo que adelanta, o porque el
dolor de percibir que ya no son los que eran, es más
fuerte.
La sociedad
tiene una deuda grande con los adultos mayores. Ellos, que nos han
precedido en el camino, deben ir llegando al atardecer de la vida con la
plenitud que se merecen.
Y no es sólo
una cuestión de actitudes personales de los hijos o nietos hacia sus
padres o abuelos. Se trata de crear las estructuras necesarias para que la
persona arribe a su ancianidad con las garantías de una calidad de vida
adecuada.
No puede ser
que los ancianos sean material descartable de nuestra sociedad. No pueden
vivir sin atención sanitaria apropiada, vivienda cómoda acorde a su edad,
recreación y alimento sano.
Asimismo, los
adultos mayores, son víctimas de las consecuencias de una sociedad caníbal
que no tiene contemplaciones con nadie. Se provocan diferencias crueles, y
no deberíamos dormir tranquilos mientras no tengamos la consideración que
se les debe.
Por cierto,
algo muy similar podría escribir, de la desatención de la mayoría de los
discapacitados, del escenario de miseria en el que crecen miles de niños,
de las injusticias sufridas por trabajadores y desocupados, y tantas otras
situaciones que no hace falta mencionar, pues todos conocemos de
memoria.
Sin embargo,
la realidad de los ancianos, que también debería interpelarnos, suele
quedar en un segundo plano al que muy pocos, demasiado pocos, le prestan
atención. ¿No les parece?
Armando
Maronese
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