TENER
TACTO.-
Suele
suceder que a los cristianos les resultan muy divertidos los cuentos que tienen
como protagonistas a los curas. Sobre todo si estos quedan mal
parados. Quizá en el fondo sea una especie de compensación. Los
fieles tiene que aguantar tantos retos y tantos enjuiciamientos por parte de
ellos, que el lógico que sientan una cierta gratificación cuando la vida los
muestra con sus mismo defectos y debilidades.
En el
seminario de aquella ciudad se tenía la costumbre de que, a partir del segundo
año de Teología, se enviaba a los jóvenes estudiantes a que se iniciaran en la
pastoral en los distintos lugares donde esta solía realizarse.
Algunos iban a dar catequesis a los chicos, en los barrios. Otros
visitaban la cárcel y se preocupaban de los presos, a quienes por respeto se le
llamaba “internos”. Otros salían a las capillas de campo. Y por
supuesto, también se visitaban el hospital.
Justamente
a este servicio fue destinado un jovencito muy espiritual y un tanto
despistado. El rector le encargó que comenzara despacio y tuviera
tacto. Que se dedicara especialmente a escuchar a los enfermos, sin
pretender conseguir de ellos ningún tipo de conversación. Evidentemente
temía que nuestro joven equivocara los métodos de apostolado. Le importaba
más, en ese momento, que el joven se formara, que lo que concretamente pudiera
apartar a los hospitalizados.
Y hacia
allá partió. La hermanita responsable de las salas le indicó una sección
donde se hallaban las personas más interesadas, previniéndolo de que entre ellos
había un quemado, envuelto en vendajes y con un par de sondas, que había pedido
una visita. Nuestro seminaria fue a la sala e identificó al enfermo.
Una bombona de oxígeno estaba al lado de la cama y de allí partía una goma que
iba a la máscara que alimentaba al paciente. Evidentemente se trataba de
la persona que se le había indicado. Envuelto en su sotana recién
estrenada, el joven se sentía poco menos que un enviado de Dios, portador de
consuelo y espiritualidad por simple contacto. Armando la más paternal de
sus sonrisas, se acercó a la cama del enfermo, que por supuesto no podía hablar,
pero que con la mirada demostró querer decirle algo
importante.
La actitud
ansiaba del hombre verdadero suscitó aún más la disponibilidad del seminarista
que se inclinó bondadosamente sobre él como para ver si lograba captar lo que le
quería decir. Esto aumentó aún más el ansia del enfermo por comunicarle
algo. Ya francamente la cosa parecía angustiosa. La sonrisa paternal
del seminarista igualaba lo que había visto en los mejores ejemplos recogidos en
personajes admirados de su corta vida clerical. Pero el enfermo no tenía
posibilidades de comunicarse verbalmente a causa de la sonda y de la
mascarilla. Por señas y en una actitud casi de ahogo, pidió un papel y
lápiz del que se servía para indicar. Con calma y dulzura el joven le
alcanzó lo solicitado. El pobre hombre garrapateó dos renglones y entregó
el papel a la vez que perdía el conocimiento, mientras sus rostro daba señas de
faltarle oxígeno.
Por poco se
cae de espaldas el joven cuando leyó lo que el enfermo le manifestaba en aquel
papel escrito que le había entregado casi al final de sus fuerzas. El
mensaje decía escuetamente.
-¡Idiota! Me estás pisando el tubo.
Para
acercarse pastoralmente a un enfermo, hay que hacerlo con tacto……. Hasta en los
pies.
“Cuentos
desde la Cruz del Sur”
M.Menapace
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