Un señor estaba trabajando en su
fábrica, cuando, súbitamente, una de las máquinas vitales para su línea de
producción se detuvo. El señor, acostumbrado a que esto sucediera algunas
veces, intentó ver si podía resolver el problema. Probó con la electricidad,
revisando el aceite que utilizaba la máquina, y probó tratando de hacer
arrancar el motor en forma manual. Nada. La máquina seguía sin
funcionar. El dueño empezó a transpirar. Necesitaba que la máquina
funcionara. La línea de producción completa estaba detenida porque esta pieza
del rompecabezas estaba roto. Cuando ya se habían consumido varias horas y
el resto de la fábrica estaba pendiente de lo que pasaba con la máquina, el
dueño se decidió a llamar a un especialista. No podía perder más tiempo.
Convocó a un ingeniero mecánico, experto en motores. Se presentó una persona
relativamente joven o, en todo caso, más joven que el dueño. El especialista
miró la máquina un segundo, intentó hacerla arrancar y no pudo, escuchó un
ruido que le indicó algo y abrió la "valijita" que había traído. Extrajo
un destornillador, abrió una compuerta que no permitía ver al motor y
se dirigió a un lugar preciso. Sabía dónde ir: ajustó un par de cosas
e intentó nuevamente. Esta vez, el motor arrancó. El dueño, mucho más
tranquilo, respiró aliviado. No sólo la máquina sino que toda la fábrica
estaban nuevamente en funcionamiento. Invitó al ingeniero a pasar a su
oficina privada y le ofreció un café. Conversaron de diferentes temas pero
siempre con la fábrica y su movimiento como tópico central. Hasta que llegó
el momento de pagar. -¿Cuánto le debo? -preguntó el dueño. -Me debe 1.500
dólares. El hombre casi se desmaya. -¿Cuánto me dijo? ¿1.500
dólares? -Sí -contestó el joven sin inmutarse y repitió-, 1.500
dólares. -Pero escúcheme-, casi le gritó el dueño-. ¿Cómo va a pretender que
le pague 1.500 dólares por algo que le llevó cinco minutos? -No, señor
-siguió el joven-. Me llevó cinco minutos y cinco años
de estudio.
Autor Desconocido
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