"Nada será
que no haya sido antes. Nada será para no ser mañana. Eternidad son
todos los instantes, Que mide el grano que el reloj
desgrana."
Ramón María del Valle-Inclán, "Rosa
Gnóstica".
1.- En el principio fue el verbo, el verbo
copiar
16 de junio de 2004, centenario del Bloomsday. El
nieto de James Joyce requiere oficialmente al gobierno irlandés para que
impida la lectura pública del Ulises. Es decir, una parodia genética del
escritor que parodió a Homero, prohíbe la lectura pública de una parodia
de la Odisea.
Sólo somos
copias. Pequeños robots de carne dirigidos por genes, obedientes al
antiguo verbo: creced y multiplicaos. Copias y copias de cadenas de ADN
recombinadas, que un día aprendieron a su vez a combinar las letras en
forma de palabras. Copias perecederas, efímeras, que luchan por
perpetuarse, creando obras y creando dioses para superar su miedo a la
muerte...
Creced y
multiplicaos: la primera orden del programa, la primera línea del código.
Todos los textos sagrados son obras derivadas de una antigua historia
escrita por una mujer, a la que los sacerdotes impidieron firmar su obra.
Toda la literatura es obra de Nadie. Una obra tan llena de lugares comunes
como las tragedias de Shakespeare. Una obra copiada hasta el
infinito.
Moriréis para
siempre y seréis Nadie. Sólo sois copias y sólo podéis escribir copias.
Todo cuanto sois ya ha sido antes. Todo cuanto podáis soñar, ya fue
soñado.
Creced y
multiplicaos.
2.- Aquí
y ahora
Hace aproximadamente un año tuve la suerte de
disfrutar de una primicia. Gracias a la gentileza de Antonio Córdoba, el
cual asumió en solitario la tarea de traducción de la obra, pude disfrutar
de la lectura de la versión castellana de Free Culture, de
Lawrence Lessig. Bueno, disfrutar de la lectura es un lugar común, de
hecho fue un infierno. En una casa rural de Extremadura, con dos fieras
salvajes corriendo alrededor, imaginen lo que es intentar leer en un
portátil. Pero lo conseguí, la lectura de aquel archivo pdf valía
realmente la pena.
Ha pasado un año
desde entonces, y por el camino, han ocurrido muchas cosas. En octubre del
año pasado presentábamos aquí, en Barcelona, la adaptación a la
legislación española de las licencias Creative Commons. Fue el uno de
octubre, el mismo día que entraba en vigor un código penal que, entre
otras cosas, prohíbe las herramientas que permitan la desprotección de
obras intelectuales. Un tema éste, como el de los DRM, que conocerán bien
aquellos que se hayan leído entero el libro de Lawrence Lessig. Una
experiencia seguramente más gratificante que la mía, gracias a la
excelente edición en papel que nos han brindado Javier Candeira y
Traficantes de Sueños.
Han pasado muchas
cosas en todo este tiempo. Las obras bajo licencias Creative Commons
crecen exponencialmente en todo el universo de habla hispana, y Lorenzo
Lessig es recibido y escuchado por autoridades académicas y políticas de
toda Latinoamérica. El ayuntamiento de Barcelona, que otrora gastó un
millón de euros en la defensa de la propiedad inmaterial (el dominio
Barcelona.com), ahora subvenciona charlas copyleft. Parece que esto
progresa.
Quizás ha llegado
la hora de despertar.
3.- El
aceite de Lorenzo, o la socialdemocracia del copyleft
La
historia del siglo XX fue una historia de luchas de clases, una historia
de lucha ideológica. A lo largo de todo el siglo, se enfrentaron dos
nociones antitéticas de las relaciones sociales, de los conceptos de
libertad y propiedad. El resultado, que está a la vista, es el triunfo
aparente, en los territorios del mundo occidental, de la democracia formal
basada en el estado social y democrático de derecho. Un estado
fundamentado en instituciones de democracia representativa, donde las
luchas sociales son atenuadas mediante pequeñas concesiones que han
mejorado ostensiblemente, con respecto al siglo XIX, el nivel de vida de
la clase trabajadora.
El resultado,
también, son miles de millones de excluidos. Aquellos que malviven en el
tercer mundo, y también dentro de los nichos de pobreza de nuestra
digitalizada sociedad occidental.
La conquista de
los derechos sociales no fue una tarea fácil. Requirió años de lucha, de
derrotas, de héroes y de mártires. Pero por encima de todo, requirió del
miedo del sistema a la revolución y a sus consecuencias objetivas en los
países donde triunfaba: la destrucción del sistema de libertades formales.
Sin ese miedo a la revolución, nunca hubiésemos tenido jornadas de ocho
horas, derecho al paro o seguridad social obligatoria. Sobre ese miedo se
construyó la clase política, liberal y socialdemócrata, que acabaría
gobernando toda Europa.
Las ideas
liberales y socialdemócratas triunfaron: era el aceite que la maquinaria
capitalista necesitaba para seguir funcionando. Frente a la atroz
dictadura del proletariado, representaba la propuesta amable de aquellos
que permitían a los amos continuar con la explotación, a cambio de algunos
derechos sociales.
El engranaje de
la máquina es el derecho de propiedad. Las libertades formales, la correa
de transmisión. El aceite, los derechos sociales.
Olvidemos ahora
las épicas gestas de la clase obrera del siglo XX, y volvamos a nuestro
digitalizado y aburrido siglo XXI. Un mundo presidido por la globalización
económica, un proceso histórico que persigue la uniformidad de las
relaciones políticas, económicas y sociales en todo el planeta. Un proceso
que se vale de la globalización cultural para conseguir sus objetivos: la
formación, información y deformación de la opinión pública. Un proceso en
el que todo estaba atado y bien atado, perfectamente controlado, hasta que
llegó Internet.
A lo largo del
siglo XX, los avances técnicos permitieron nuevas formas de expresión
artística, más allá de las artes tradicionales. El cine, la televisión, la
eclosión de movimientos culturales asociados a la música popular provocó
un espejismo: la llamada cultura popular. Si bien la televisión fue
controlada desde el primer momento por el poder, el cine y la música
popular constituyeron el nuevo territorio de frontera, donde jóvenes
talentos daban rienda suelta a su creatividad y a su rebeldía. Una
rebeldía que bien pronto fue fagocitada, deglutida y reciclada por el
sistema, siempre necesitado de una pátina de modernidad.
La cultura de
masas fue domesticada, pero pronto surgirían nuevas formas de expresión y
rebelión. Esta vez quisieron ir un poco más allá, y adoptaron el pomposo
nombre de contracultura. En ese caldo de cultivo se produce la eclosión de
la cibercultura, y posteriormente, del fenómeno Internet.
La maquinaria del
sistema chirría. Demasiados cambios cuantitativos en un corto espacio de
tiempo, provocan un tremendo salto cualitativo. Las nuevas tecnologías
permiten, en solo veinte años, acabar con todo un sistema económico de
distribución de "cultura" empaquetada. El sistema pierde el control
económico de las herramientas que le permiten adoctrinar culturalmente a
las masas. El viejo equilibrio económico basado en pan y circo se
resiente.
La propiedad
intelectual, una vieja falacia, no aguanta el embate de las nuevas
tecnologías. En unos pocos años, es abolida de Internet: ninguna obra
intelectual está a salvo. Todo se puede copiar con calidad digital.
Despojada de valor económico, la mercancía cultural pierde su capacidad de
fascinación y se revela como lo que siempre fue: un producto pensado para
el adoctrinamiento.
La revolución ha
triunfado, pero es la revolución de un solo país: Internet. Una revolución
cercada desde el primer momento por los viejos Estados al servicio del
Capital, deseosos de lanzarse al asalto de la nueva república
popular.
Un asalto que
fracasa una y otra vez. Cuando al sentimiento de rebeldía se le une el
sentimiento de pertenencia a una colectividad, cualquier agresión externa
es aprovechada para aglutinar la resistencia. Los viejos fantasmas de la
tribu rebelde, raíz de todos los patriotismos, caldo de cultivo de todas
las guerrillas, resurgen en el territorio digital. Los nativos conocen el
territorio, controlan sus herramientas. Y a cada agresión externa
responden con mejoras técnicas, en una permanente lucha
evolutiva.
Sólo hay una
forma de acabar con la contracultura, y la cuña ha de ser de la misma
madera.
4.- La
revolución es otra cosa
"Vivimos en un mundo que
celebra la "propiedad". Yo soy de los que la celebra. Creo en el valor de
la propiedad en general, y creo también en el valor de esa forma rara de
propiedad que los abogados llaman "propiedad intelectual". Una sociedad
grande y diversa no puede sobrevivir sin propiedad; una sociedad grande,
diversa y moderna no puede florecer sin propiedad intelectual." (Lawrence
Lessig, "Free Culture")
El movimiento por
un modelo alternativo de propiedad intelectual, aglutinado en torno a
Creative Commons, no pretende alterar en lo más mínimo las relaciones
sociales basadas en el derecho de propiedad. Si hay algo que está
meridianamente claro en Free Culture, es que para Lorenzo Lessig
la propiedad es buena. En su concepción anglosajona del copyright, el
contenido moral de los derechos de autor cede ante su vertiente
mercantilista. Los abogados que participamos en la traslación jurídica de
las licencias Creative Commons a la legislación española, tuvimos que
introducir con calzador el derecho moral de autor, algo más ajeno a la
cultura jurídica anglosajona que a la de la Europa continental.
El problema no es
baladí. Tanto la Declaración Universal de Derechos Humanos como la
Constitución Española consideran los derechos de autor como un derecho per
se, ligado al derecho de acceso a la cultura, y distintos del derecho de
propiedad, que está regulado en artículos distintos. La concepción europea
del derecho de autor, en tanto que derecho ligado a la persona, permite
una regulación "social" del derecho, al margen del derecho de propiedad.
Si el derecho de autor no es derecho de propiedad, se pueden regular los
usos sociales de las obras, garantizando así el acceso universal a la
cultura. Es el caso de la legislación española, que garantiza -por el
momento- el derecho a leer, al préstamo de obras, a su copia privada, a su
cita y a su parodia.
El derecho
anglosajón de copyright pone el acento sobre el derecho de propiedad, lo
que aquí consideramos derechos de explotación de la obra. Los usos
sociales quedan reservados al "fair use", uso justo, algo que en la órbita
del common law puede quedar en todo momento al albur de una sentencia
judicial.
Las licencias
Creative Commons son muy útiles para salvaguardar la cultura popular,
especialmente en el ámbito anglosajón. También son muy útiles para
garantizar la seguridad jurídica de las obras publicadas en Internet. Pero
serían mucho más útiles si de verdad representasen un asalto a la
concepción patrimonialista del derecho de autor. Y hoy por hoy no es
así.
El movimiento
contra los abusos del copyright que gira en torno a Creative Commons es
fiel a las ideas de Lessig. Persigue ampliar los campos creativos comunes,
los usos sociales de las obras, pero considera sagrado el derecho de
propiedad.
Y ningún derecho
puede ser sagrado, salvo los que afectan a la misma esencia del ser
humano, los llamados derechos humanos fundamentales, entre los que no se
cuenta el derecho de propiedad. Para avanzar de verdad hacia una sociedad
libre, igualitaria y justa, debemos necesariamente cuestionar el dogma. El
falso dogma que considera sagrado el derecho de propiedad.
Los movimientos
contraculturales de Internet emplean muchas energías en la lucha contra
las patentes de software, o por la liberación de los programas P2P. Pueden
encontrarse miles de artículos que ponen en cuestión el sistema actual de
explotación de la propiedad inmaterial, sobre todo en lo que se refiere a
código informático. Pero esos mismos activistas pocas veces levantan la
voz contra propiedades inmateriales mucho más sangrantes, como las
patentes de medicamentos o los derechos de propiedad industrial sobre la
vida.
Todo es la misma
lucha, o debería serlo: luchar de verdad por la libertad exige luchar
contra la actual configuración del derecho de propiedad. De la propiedad
inmaterial y de la propiedad material. Todo lo demás es aceite para la
máquina.
Y algunos de
nosotros no hemos venido a este mundo para liberar a Mickey Mouse, sino
para liberarnos de Mickey Mouse.
5.-
Internet como república popular
La revolución nunca ha
sido cosa de élites. Las vanguardias revolucionarias sólo tienen dos
destinos: traicionar a la revolución o ser devorados por ella. La
revolución depende de cientos de miles de manos.
Hace poco formulé
dos preguntas al público en una charla "Kopyleft". Primero pedí que
levantasen la mano todos aquellos que en el último mes se habían bajado
una obra intelectual de Internet: se alzó un bosque de brazos, entre ellos
el mío. Después pregunté cuántos, en el mismo periodo temporal, habían
pasado un libro por el escáner y lo habían subido a la Red.
Nadie.
Liberar la
cultura no es conseguir gratis los productos de la industria del
entretenimiento. Liberar la cultura es, por encima de todo, liberarnos a
nosotros mismos del imperialismo cultural al que estamos sometidos.
Liberar la cultura es rebelarse frente al adoctrinamiento de masas.
Liberar la cultura es negarse a ser borregos.
Luchar por la
liberación de la cultura no sólo es "ripear" deuvedés. Por cierto, un
verbo éste que he llegado a leer en un acta notarial levantada por una
entidad de gestión de derechos de autor, cuyos responsables, tan versados
en productos culturales, deberían saber que el castellano incluye el
hermoso verbo "destripar". Y para qué limitarnos a destripar deuvedés, si
podemos destripar el sistema.
Luchar por la
cultura es saquear las bibliotecas y llevarlas a la Red. Luchar por la
cultura es conseguir que ningún niño deje de leer un libro, en un rincón
perdido de Latinoamérica, porque no pueda comprarlo. Y quien dice leer un
libro, dice también conseguir medicamentos contra el SIDA. O poder plantar
trigo sin pedir permiso a nadie.
Nadie nos regala
los derechos. Hemos de conquistarlos y defenderlos a diario, con la única
fuerza de la que disponen aquellos que nacieron desnudos: la fuerza de
nuestras manos.
Para construir la
nueva república popular de la cultura son necesarios cientos de miles de
manos. Si cada uno de nosotros lleva uno de sus libros a la Red, nadie
podrá parar esta revolución.
Ni copyright, ni
copyfight, ni copylight. Ha llegado la hora de la copia a secas, de la
libertad a secas. Más allá de los derechos a copiar y remezclar obras,
pensad en lo que sois, y en cómo habéis llegado a ser lo que sois. Sois
producto de miles de millones de mezclas. Sois copias, y habéis nacido
para copiar y ser copiados. Este es vuestro gran momento: vuestras copias
genéticas os lo agradecerán.
Creced y
multiplicaos.
Carlos Sánchez
Almeida
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