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LA ENFERMEDAD DE NUESTRO SIGLO
Estas dos secciones de la Torá, que este año
se leen simultáneamente, tratan sobre un mismo tema:
el Metzorá, el individuo afectado por una
enfermedad que, generalmente, asemejamos a la lepra, pero
que, según nuestros Sabios, tiene un origen psicosomático:
está ligado a un mal comportamiento moral, en especial
la maledicencia, el lenguaje negativo acerca de alguien.
Esta concepción está confirmada por una lectura
diferente del término Metzorá, que
puede ser considerado como una contracción del hebreo
"motzí ra", el que deja salir el
mal o que habla mal de los demás. Para hablar mal
de otro, primero debe haber pensado esas palabras
despectivas
en su interior. Existe, pues, en el espíritu del
malediciente, un lugar propicio para la palabra
desdeñosa.
La
destrucción de los Templos (el Primero y el Segundo)
y el exilio, fueron provocados por el deterioro del orden
social y la degradación de las relaciones entre diferentes
grupos del pueblo. El profeta Zacarías declaró
que se debía aplicar, antes que nada, el versículo:
"Emet veshalom ehabu", "amen la verdad
y la paz (armonía)", lo cual explicó
en estos términos: "No pensar nunca mal del
semejante" (Zejariá/Zacarías 7:7), pues
tales pensamientos serían aun más graves que
el propósito de hablar mal. Esta idea desarrollada
por el profeta no hace del hablar correctamente una
innovación.
Se trata en realidad de acordarse de ciertas directivas
contenidas en la Torá: "Con justicia juzgarás
a tu prójimo". En otros términos, se
debe inclinar la balanza del lado de los méritos
y no del lado de las faltas. Cuando la conducta del otro
puede dar lugar a una doble interpretación, tenemos
el deber de elegir la explicación más favorable.
Se debe habituar uno a ser optimista y a ver el buen lado
de las cosas y de los demás. Se debe aprender a no
basarse en las excepciones para establecer las reglas
generales,
sobre todo cuando se trata de un ser humano.
Aquel
que no piensa mal de su prójimo y juzga en forma
positiva el comportamiento del otro, no denigrará
a sus hermanos. Cuando el corazón de un hombre está
nutrido de resentimiento, esto terminará por explotar
en las relaciones interpersonales traduciéndose en
expresiones ofensivas.
La
célebre obra Jafetz Jaim está precisamente
consagrada a las leyes que prohíben la maledicencia.
En su introducción, el autor, Rabi Israel Meir Hacohen,
de Radin, más conocido por el nombre Jafetz Jaim,
como su obra, evoca las terribles catástrofes causadas
por el Lashón Hará en el curso de la
historia judía. Desde la venta de Iosef por sus hermanos
hasta la destrucción del Segundo Templo provocado
por la inquina gratuita entre hermanos. De modo que
asemeja
el odio gratuito a la maledicencia. Ésta última
toma una nueva dimensión, más grave, más
preocupante aún, cuando recordamos la definición
que nuestros Sabios han dado del ser humano: según
Rabi Iehuda HaLeví, el hombre es, antes que nada,
un ser que habla, "adam hamedaber" (Kúzari
I, 35).
La
palabra es la propiedad distintiva del hombre.
Evidentemente,
el hombre piensa; pero lo que lo caracteriza es la palabra
y, sobre todo, la buena palabra, la palabra constructiva.
Por el contrario, si la palabra es utilizada para un mal
juicio, se debe comprender que no se trata de una falta
marginal de la personalidad sino más bien de un problema
central y vital. El hombre es un ser parlante y si no
habla
como corresponde, su status de hombre se encuentra
disminuido.
La "palabra mala" revela entonces exteriormente
una profunda dislocación de la personalidad.
Esto
nos trae hacia el Metzorá. Si la personalidad
del hombre es disminuida por la maledicencia, no es de
sorprender
que la enfermedad que se manifiesta, se revele de manera
psicosomática: los muros de su casa se pudren, la
piel del culpable se corta, lo mismo que su vestimenta.
Para estar seguro de que su mal ejemplo no tendrá
influencia sobre el resto de la comunidad, se lo coloca
al margen de la sociedad y en total exclusión hasta
que su lesión cicatrice y el Kohen (Sacerdote),
verdadero sanador del alma, le haya dado el tratamiento
adecuado.
En
este contexto, es particularmente importante subrayar que
la prohibición de difamar no se aplica solamente
a las relaciones entre individuos sino que se extiende
también
a los informes y comentarios entre los diferentes grupos
de nuestra colectividad nacional. Es más indispensable
que nunca desarrollar hoy en día la enseñanza
del Jafetz Jaim respecto a la maledicencia en el
conjunto de la comunidad. Esto contribuirá a rechazar
toda corriente que preconice la violencia entre las
personas,
incluso si se tratare de una violencia verbal, y a sanear
las relaciones entre grupos, partidos políticos o
corrientes de pensamiento diferentes.
¿Por
qué insistir en tal punto? Simplemente porque son
numerosas las personas que, en su vida privada, son
extremadamente
delicadas y atentas; se preocupan por no pronunciar la
menor
declaración fuera de lugar y de mostrarse siempre
corteses. Por el contrario, cuando se trata de relaciones
entre partidos, entre religiosos y laicos, etc., estas
mismas
personas se permiten a veces las mayores licencias de
lenguaje,
afirmando que el fin justifica los medios. Aun las buenas
intenciones no excusan en absoluto las faltas de lenguaje
y las malas expresiones.
El
Salmo 34 lo señala enfáticamente: "¿Quién
es el hombre que desea la vida (He'jafetz jaim)?
Aquel que guarda su lengua del mal".
Además,
la gravedad de la difamación es también proporcional
al número de personas que la escuchen. La importancia
del auditorio tiene una suerte de efecto multiplicador.
Esto se aplica particularmente a los políticos quienes,
para justificarse o justificar su programa, se creen
obligados
a criticar a sus adversarios en público. Maimónides
da una dimensión adicional a la trasgresión
del comentario negativo. Él habla de "Baalé
Lashón Hará", los "expertos"
en maledicencia (Hiljot De'ot cap. 7). Tales "expertos"
no cometen su falta por accidente sino que hacen de ella
su principal actividad y se entregan a hablar mal de los
demás en forma tan sistemática que esta práctica
termina por transformarse en una dimensión de su
comportamiento. Guardando las distancias, este término
es lingüísticamente comparable al de "Baal
Teshubá", el maestro de la teshubá
(retorno al buen camino), quien no se contenta con un
progreso
limitado sino que progresa en forma continua y permanente
hacia el conocimiento de Di's y del bien.
En
el mundo moderno, los medios de comunicación se han
transformado en el principal vector de este "lashón
hará". Informan con complacencia las expresiones
insultantes que se intercambian regularmente ciertas
personalidades.
Los oyentes toman de esta forma una parte de
responsabilidad
en la falta cometida, pero aquel que reproduce las
palabras
prohibidas y las lleva a conocimiento de millones de
personas,
llega al paroxismo del horror.
Para
defenderse, los medios han tomado la costumbre de flamear
la bandera de la "libertad de expresión y el
derecho del público a saber". Esto sería,
según ellos, una de las prerrogativas de la democracia.
Resta saber qué es lo que aporta esta maledicencia
global a la democracia. Se le preguntó a cierto periodista
por qué sus crónicas estaban tan llenas de
difamaciones y maledicencia. "Es porque nuestros lectores
aman leer este género de informaciones. Si mi público
prefiriera leer Maimónides, yo no tendría
ningún problema en llenar con sus obras las páginas
de mi diario". De modo que quien lee "lashón
hará" también él es culpable.
¿Cómo
enfrentar esta maledicencia omnipresente? Respetando uno
de los sabios principios de Hilel: "No hagas a tu
semejante
aquello que no querrías que te hicieran a ti".
Está en nosotros comportarnos en forma tal de tener
éxito y evitar numerosos errores que provocan nuestro
descenso espiritual.
(Basado en Rab Aviner)