Porque hasta ahora fue eso: un
juego, nada más. Un juego perverso, en tanto pretendió lucrar con la
maldita realidad argentina dibujando, como premio del entretenimiento, la
única posibilidad de salida. Es probable que algunos crean, de buena fe,
en que, juego o no juego, no había otra chance. Otros, seguramente la
mayoría del oficialismo, saben desde un principio que sólo se trataba de
ganar tiempo. Es ese tiempo, el tiempo del juego, el que ha llegado a su
fin esta semana. La derogación de la Ley de Subversión Económica, que
quitó impurezas en el camino para dejar libres o desprocesados a varios
banqueros (más, hacia futuro, garantizar la impunidad de mafias y mafiosos
varios); y el acuerdo de los gobernadores para exhibir toda la genuflexión
debida ante los acreedores externos, dejan al Gobierno enfrente del FMI
tal como exactamente quería. Por eso se acabó. Porque ya le regalaron al
Fondo todo lo que para el Fondo era menester, según ellos, y se viene
entonces una de dos escenas que, al cabo, demostrarán lo mismo. La
primera es que el Fondo sigue jugando su juego, igual de perverso que el
del duhalde-alfonsinismo. Inventa nuevas exigencias y si es necesario pide
análisis proctológicos a 37 millones de argentinos; y como el Gobierno y
el Congreso Nacional también serían capaces de sancionar esa ley para
encontrar otra excusa, el Fondo replicaría con una contraexcusa y así
hasta el infinito. Sencillamente porque el Gobierno no tiene ni el coraje
ni la más mínima idea para intentar alguna cosa que no sea el acuerdo con
el Fondo. Y acabadamente porque el Fondo responde a las directivas de
Washington y éstas consisten en que debe inducirse al caos argentino para
perjudicar a Brasil y liquidar un Mercosur que es potencialmente contrario
a los intereses norteamericanos. En la otra escena posible, el Fondo
acepta firmar el acuerdo por temor a que el vacío de poder en la Argentina
despierte apetitos izquierdoides en una etapa donde el eje
Caracas-Brasilia ya tiene a la Casa Blanca con fuertes dolores de cabeza
hace tiempo. Aun así el Gobierno “descubre” lo que en voz baja sabe desde
un comienzo, disimulado en el jueguito para la gilada. Que no hay plata
fresca ni ocho cuartos y que las gracias por los servicios prestados serán
como mucho un asiento contable para seguir cobrando a nuevos plazos. Como
detrás de semejante nadería hay una peor, que es la inexistencia absoluta
de algún plan económico de crecimiento (y ni siquiera de estabilización),
la historia –el juego– volverá a empezar. Con la salvedad de que juega uno
solo. Porque el Fondo y su patronal permanecerían tan inmutables como
hasta ahora. Pero Duhalde se tendría que ir y el proceso electoral
anticipado, con ningún partido ni sector ni figura en condiciones de
ejercer liderazgo efectivo, sumirá a la Argentina en un estado de
violencia y disolución que, aunque parezca mentira, convierte al momento
actual de la crisis en una pavada. Es un pronóstico con rasgos
apocalípticos, cómo no. Pero quien quiera desmentirlo deberá encontrar en
el pajar algunas pocas agujas ideológicas, aunque sea, que demuestren lo
contrario. Ideológicas y operativas, porque el resto es pura masturbación
analítica. Está claro –o debería estarlo– que no existe nada de eso en el
marco que trazan las recetas neoliberales y la dirigencia política
tradicional. Son ellas quienes condujeron a éste, uno de los países más
ricos de la Tierra, a la puerta del infierno. Unicamente algunos payasos
del menemismo, o dinosaurios como López Murphy, u operadores periodísticos
desde alguna radio robada al Estado, o economistas gurkas como los que
viven de las fundaciones tipo FIEL, sostenidas por la crema de la crema de
los grupos de poder, son capaces todavía de acusar al populismo, al gasto
público o a las políticas “socializantes” por el desmadre de la Argentina.
Como desde ese faro a oscuras de la derecha sólo se puede encontrar
más de lo mismo no cabe sino mirar hacia los barrios alejados, todavía
periféricos no en sus posibilidades de desarrollo pero sí en suactualidad.
Desde allí despuntó el miércoles la inesperada fortaleza que demostró la
movilización de la CTA, con decenas de miles de trabajadores y desocupados
que ganaron calles y rutas munidos de una organización y efervescencia
sorprendentes para ajenos y hasta para propios. El hecho tiene dos
dimensiones. Una hacia la interna del mapa sindical, porque sumado a las
vacilaciones de Hugo Moyano, y después de su histórico papelón al
suspender un paro por lluvia, posiciona a las huestes de Víctor De
Gennaro, definitivamente, como el único actor de peso del gremialismo
opositor. Y en un sentido más estructural, la posición de fuerza mostrada
por la CTA ratificó que el campo popular, en el peor momento de la y de su
historia, tiene reservas como para esperanzarse en el surgimiento de una
opción distinta. Como de costumbre, que eso vaya a ser así dependerá
del grado de articulación que los sectores medios y de base quieran y
puedan instrumentar. En una punta del pronóstico está, ejemplificador, el
decurso de los acontecimientos desatados en diciembre último: hartazgo,
ebullición, movilización, intentos de construir o de ejercer influencia
desde nuevas formas del participar –las asambleas, básicamente–,
sectarismos, intereses individualistas, discusiones banales, tácticas de
copamiento de alguna izquierda lumpen, fracaso, decepción, desinfle.
En el otro extremo, el proceso arranca de la misma manera pero se
nutre, por fin, de las dos herramientas sin las cuales carece de destino
cualquier protesta que quiera superar su condición de tal: necesidad de
transformación y vocación de poder. Acciones concretas, blancos directos,
capacidad de agruparse. Es luego de esa conciencia que sobrevienen la
organización y la lucha eficientes. Todo lo demás termina siendo querer
arreglar el mundo desde un café, que es donde se arreglan poesías,
parejas, dramas personales o fórmulas matemáticas. Pero nunca el
poder. Y ya se sabe que todo es ilusión, menos el
poder. |