Estimados Miembros de la Lista:
les envío una nota del periodista José María
Pasquini Durán que publicó en su edición de hoy, 2 de enero, el diario argentino
Página 12.
Espero que les resulte de utilidad.
Marcela Barbará
Moderadora de la Lista
Mediosmedios
Pactos
Por José María Pasquini
Durán
Obligados a nombrar en menos de un mes al
tercer Presidente de la Nación, el quinto en realidad si se computan a los
transitorios Puerta y Camaño, los partidos hegemónicos del sistema político
nacional tuvieron que emplear al recién electo senador Eduardo Duhalde, una de
las mayores cabezas orgánicas del aparato bonaerense, el primer distrito
electoral del país. El candidato elegido, a su vez, llega a la Casa Rosada por
un atajo, resultado de un pacto entre cúpulas, después de que fracasó hace dos
años en capturar el cargo por el voto popular. (Sigue en la sección
Contratapa.)
(Viene de sección Pirulo de tapa.) Sólo por vía de
este recurso excepcional pudo quebrar el maleficio que impedía llegar a la Casa
Rosada a un gobernador de Buenos Aires. A cada vuelta de los recurrentes
problemas de gobernabilidad en la democracia, desde los golpes de mercado que
tumbaron a Raúl Alfonsín hasta el canibalismo interno que devoró a Adolfo
Rodríguez Saá, son más amplios los círculos multipartidarios, a partir del
núcleo de la UCR y el PJ, que rompen vínculos con las opiniones predominantes en
la sociedad. Los ruidos en la Asamblea Legislativa poco tienen que ver con los
de las cacerolas. Sin resolver esta discordancia entre política y pueblo, las
facetas más complejas de la múltiple crisis nacional seguirán atormentando al
porvenir.
Duhalde pisa fuerte entre los aparatos partidarios, porque es
el padrino de uno de los más importantes del país. La mayoría de los políticos
considera que ese tipo de fuerza alcanza para contener el acoso del descontento
popular, porque en la lógica internista que orienta sus conductas el
consentimiento social es el resultado de la habilidad de los caudillos y de su
capacidad para reciclar sus propios errores. Sin embargo, el nuevo Presidente ha
sido figura principal en el régimen de la década del 90 liderado por Carlos
Menem y carga, por lo tanto, con su cuotaparte de responsabilidad y descrédito
por la aplicación de un esquema económico que hoy se advierte como la causa de
buena parte de los graves problemas que devastaron el bienestar general. La
memoria de esa vinculación fue, quizá, una de las razones obvias que le cerraron
el paso de los votos a la Casa Rosada y por la que sufrió también una pérdida
considerable de apoyos en la última elección que lo consagró senador bonaerense,
junto a Alfonsín, su actual aliado. Si los votos anulados hubieran sido
computados en el escrutinio, esa creciente debilidad sería hoy evidente para
cualquiera. Es legítimo preguntarse, en consecuencia, de qué fuente nutrirá la
confianza y la capacidad de convocatoria que le harán falta para reconciliar a
la política con el pueblo.
Mirando hacia atrás, a pocos juicios sensatos
podrá escaparles una evidencia: la política perdió la confianza de la ciudadanía
por algunas de sus prácticas funcionales y también por sus “costos”, sobre todo
por la corrupción, pero más que nada su aislamiento derivó de su incapacidad
para ser el factor decisivo en la determinación de los asuntos públicos. La
capacidad de decisión fue privatizada a favor de grupos selectos de poder
económico-financiero, que lo han ejercido, por las buenas y por las malas, en
casi todo el último cuarto de siglo. Hoy mismo, esas fuentes de poderson las que
impulsan las principales ideas que presiden los debates de la política:
dolarizar, pesificar, déficit cero, “corralitos” y otros capítulos de un único
texto, según el cual lo único que importa en el país son los instrumentos de la
política económica. ¿Quién podría negar que las preocupaciones económicas, aun
las más elementales como son el trabajo y la comida, dominan el ánimo público?
Que los ahorristas, jubilados y asalariados estén indignados por la apropiación
bancaria de sus fondos particulares convirtió el tema en asunto de prioridad
nacional, pero no sólo por su valor económico sino también por una razón de
justicia y por rechazo a la impunidad de los poderosos. Eso no significa, sin
embargo, que la respuesta adecuada se limite a la mera elección de opciones de
un mismo y único menú. En todos los años pasados en que la política se subordinó
a la economía, esos problemas se agravaron hasta hacerse insoportables y la
persistencia de esa relación es lo mismo que el afán inútil de dar vueltas en el
mismo sitio para morderse la cola.
Ningún programa de cambio, en pro del
bien común, que devuelva a la población la tranquilidad y la confianza en el
futuro, podrá imponerse en contra de las minorías del statu quo de los
privilegiados, sino a partir de una ruptura, un giro copernicano, que estabilice
un nuevo régimen, apoyado en coaliciones sociales dinámicas y satisfechas
mediante la justa y equitativa distribución de las riquezas nacionales. No es
posible ya que ningún gobierno, por algunos meses o por un par de años, pueda
afianzarse sentado sobre pactos o alianzas más o menos transitorias de
conducciones partidarias desacreditadas. Al contrario de lo que sostuvo en su
acalorado discurso el peronista Humberto Roggero, en democracia no hay dictadura
de mayorías amenazadas por aspirantes minoritarios a dictadores. Una visión
semejante, lejos de ser una noción popular de la convivencia en pluralidad,
responde a un macartismo de viejo cuño que siempre funcionó como el reverso de
la moneda totalitaria de derecha y de izquierda. No tuvo una sola palabra de
reconocimiento para el pueblo de las cacerolas, como si no existiera otra cosa
que ese ámbito cerrado de la asamblea, aislada por vallas policiales en un
círculo de cuatrocientos metros. El apasionamiento del vocero de los duhaldistas
también se puede explicar porque, como él mismo lo reconoció, el viejo sistema
político está apelando a lo que le queda para sobrevivir a la disconformidad del
pueblo sin estallar en mil fragmentos.
En su discurso de asunción,
Duhalde aseguró lo único que puede garantizarle algún futuro: terminará, dijo,
con el modelo “agotado” de exclusión social y lo reemplazará por otro de
justicia social, en nombre de un “gobierno de unidad nacional” que salve a la
Nación y a la dignidad de sus habitantes. Prometió prisión para los que
estafaron el dinero del pueblo y para quienes los protegieron, garantizó los
ahorros en pesos y dólares, recuperar la paz social y el crecimiento de la
productividad económica. Con la ruptura del “pensamiento único” aseguró la
dotación de un subsidio al desempleo y la formación. Oficializó un diagnóstico
económico y social que no reveló nada, pero sirvió para aceptar la realidad
desde su nueva posición. El tono general del discurso parecía pensado por esa
“dictadura de minorías” que tanto molestó a Roggero, una contradicción más de
las tantas que se acunan en el Movimiento que fundó Perón. “Tenemos que
cambiar”, repitió en el mensaje. Que así sea. Tendrá que probar en corto tiempo
que sus compromisos son más que palabras, porque las cacerolas todavía están a
la mano de muchos.
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