La noche del «Atleta de
Dios»
Autor:
Vittorio Messori, ROMA,
Italia.
Me acompaña desde ayer un extraño pensamiento: ¿Qué
haría si me fuese concedido compartir la pena -y, a la vez, gozar el
privilegio- de los que velan las noches del Papa, en su habitación de
enfermo en la última planta del hospital que quiso erigir el tempestuoso
converso Agostino Gemelli?
Una pequeña silla en un ángulo en penumbra y sin otro
empeño que el de estarme quieto, meditando en silencio, dejando a otros,
obviamente, los asuntos que no me incu mben. Sufrir la pena, digo, de
una situación semejante.
No existe, no puede haber sospecha de retórica en
confirmar que, para el católico, este hombre es lo que su propio nombre
indica: Papa, es decir, algo más que «padre»: Un afectuoso y tierno
«papá», «papaíto». ¿Cómo no sufrir, entonces, a la vista del cuerpo
paterno doblegado por un mal que desde hace años, día tras día, avanza
implacable, fijando la rigidez de los miembros y el rostro que hemos
amado en el vigor de la madurez, cuando el mundo –sorprendido y
fascinado--- hablaba del «Atleta de Dios»?
La fuerza del anuncio evangélico se unía a la fuerza
del anunciador, formando una unión que contribuyó, entre otras cosas, a
agrietar y más tarde derrumbar la inmensa prisión de la que él mismo
había conocido los barrotes; aquel régimen que proclamaba la
inexistencia de Dios y que parecía de un acero imperforable. A la tan
conocida y burlona pregunta de Stalin sobre el número y el armamento de
las «divisiones del Pap a», este sucesor de Pedro le dio la más
definitiva de las respuestas. El misterio de un Papa. Pero, junto a la
pena, sería consciente del privilegio: Una ocasión única de reflexión,
casi un curso -dramáticamente condensado- de ejercicios espirituales. En
aquel ángulo apartado, percibiría, casi palpable, el sentido del
misterio. Ese misterio que cada Papa representa. Como le recordé en la
primera de las preguntas que él mismo quiso que le hiciera, frente a él
-como, a través los siglos, frente a cada uno de los hombres vestidos de
blanco que se proclama y que se considera «Vicario de Cristo en la
Tierra»-, es necesario elegir. O la persona que representa semejante
pretensión es realmente el enigmático testimonio viviente del Creador, o
quizás es el mayor responsable de una ilusión que dos mil años de
persistencia han vuelto todavía más grotesca y alienante.
¿Quién es, realmente, el hombre de respiración
dificultosa que está en la cama del hospital? Conozco muy bien las raz
ones del rechazo, de la incredulidad, del agnosticismo: Esas razones
(que no es lícito infravalorar porque parecen deseadas por Dios mismo,
que ama revelarse en el claroscuro para salvar nuestra libertad de
rechazarlo) fueron también las mías. Pero desde hace mucho tiempo, y no
por mérito propio, una evidencia irrefutable ha reventado las costras de
una duda que me parecía impenetrable. Por tanto, ya no vacilo: Ese
octogenario que sufre entre las sábanas se encuentra en un diálogo tan
misterioso como directo con Dios. Ese hombre que respira fatigosamente
cumple para sus fieles hoy con el deber que le fue confiado a Simón
Pedro por el Mesías resucitado en las orillas del Lago Tiberíades:
«Apacienta mis ovejas». Ese hombre es la garantía de una verdad que
pretende echar en cara cosas paradójicas, absurdas, para quienes
pretenden quedarse en el ámbito de la razón y la
modernidad.
Auténticos escándalos, empezando por el de la
Eucaristía, que mediante una serie de palabras antigu as asegura
transformar el pan y el vino nada menos que en la carne y la sangre de
un Crucificado en Jerusalén, hace ya veinte siglos.
Con poco que se piense, aparece el vértigo, el
escalofrío, el sagrado estremecimiento que ya no advertimos, ocupándonos
del Vaticano como Institución de poder, juzgando las recaídas políticas
de sus elecciones, viendo al Papa como a uno más entre los grandes de la
Tierra. Quizá porque nos obligaría a tomar posición, a elegir, hemos
apartado el enigma provocador que encarna cada Papa. Y que también Juan
Pablo II representa.
Sufriendo su sufrimiento advertiría, al mismo tiempo,
la seducción y la desazón («terrible es este Misterio», grita la misma
Escritura) de lo que rodea ese lecho en un hospital romano. Lo que los
ojos del cuerpo no ven, pero que, incluso en la bruma que nos rodea,
vislumbran los ojos de la fe: La gloria de Cristo mismo que continúa su
pasión en el sufrimiento de ese anciano enfermo, al que un día acogerá
con su «ven, s iervo bueno y fiel». Desde la penumbra de mi silla, me
preguntaría cómo unas espaldas de mortal pueden sostener tan consciente
responsabilidad, qué fuerza sostiene a quien es llamado a este
ministerio -inquietante, más que deseable- sin parangón sobre la
Tierra.
Siempre, en cada religión, los «hombres de Dios» no
son más que mediadores, anunciadores, maestros, testimonios del Eterno.
Sólo en el cristianismo –es más, sólo en su versión católica- un hombre,
el Papa, representa, de algún modo hace visible, al Hijo mismo de Dios
que camina en la Historia.
Comprendería bien, en aquella habitación del Gemelli,
por qué la Iglesia obliga a cada uno de sus sacerdotes y a cada uno de
sus fieles a rezar cada día para que sepa llevar un peso humanamente
intolerable. Ahora, quizá, ese peso es aliviado por Juan Pablo II:
Decirlo puede parecer sorprendente, pero no lo es desde la perspectiva
de la fe. Karol Wojtyla, tan viejo y enfermo, ha sido llamado a ser
testigo del sufrimiento q ue lo hace común a su Jefe, Cristo. El Papa
sobre su cruz nos remite a Jesús mismo, porque ---como ya hace--- acepta
con coraje, humildad y resignación beber ese cáliz amargo que, en
Getsemaní, aterró a Jesús mismo. El Pontífice que ha escrito más
encíclicas y pronunciado más
discursos es ahora casi incapaz de
escribir y de hablar, pero pronuncia precisamente ahora su homilía más
convincente: La que mana del dolor asumido cristianamente y, por tanto,
transfigurado. Sobre todo esto, gratamente, reflexionaría si, en un caso
impensable, velara junto a ese lecho romano.
* Vittorio
Messori, intelectual italiano, converso a la fe católica.
Autor de
las preguntas a Juan Pablo II para el libro que sería best-seller en
todas las lenguas: Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la
esperanza.
www.iglesia.org