Hacer leña del árbol
caído.
Autor: P.
Fernando Pascual | Fuente:
Catholic.net
Ante el árbol caído
descubrimos corazones muy distintos
El árbol caído está ahí, al
alcance de todos. Cualquiera puede llegar para arrancar sus ramas,
partir su tronco, usar su leña para el fuego o para las mil
posibilidades de la carpintería.
Hay hombres que “caen”, que
sucumben, que son declarados perdedores a los ojos del mundo. Su
desgracia se convierte, para algunos, en motivo de alegría. Acuden
raudos a desgajar, humillar, “hacer leña” de una vida que ha
mostrado su punto más débil, o que tal vez ha dado un mal paso y
ha sido descubierta en un escándalo o en un delito
despreciable.
Es fácil arrojar piedras
sobre quien está caído. Es fácil señalar con el dedo a quien,
desde un puesto público, pude haber tenido un mal momento. Es
fácil, sobre todo, inventar acusaciones, promover rumores, sacar a
relucir historias del pasado difícilmente comprobables, con tal de
destruir la fama de un personaje que resulta incómodo.
Especialmente, en estos últimos años, si ese personaje es un
miembro de la Iglesia.
Es triste ver a quien se
alegra de la derrota ajena. Es triste, sobre todo, ver cómo
algunos disfrutan y se ensañan cuando los que caen son gente de
Iglesia. La prensa destaca con titulares el escándalo de algún
obispo o sacerdote, muchas veces sin comprobar si la noticia es
cierta. Escritores famosos o simples lectores preparan cartas
llenas de rabia, como quien ha encontrado un signo de victoria, un
trofeo que lucir y con el que desacreditar a la Iglesia
católica.
Pero hay otro modo de ver
las cosas. Un condenado, incluso si lo es justamente, no ha
perdido su dignidad, ni deja de merecer ayuda y un poco de
consuelo.
Es por eso que un gran
número de sacerdotes, religiosos y laicos se dedican a asistir a
los presos y a sus familiares, para ayudarles a redescubrir su
dignidad, para no dejarles hundidos en la derrota.
Esto vale para el mundo de
la justicia humana, y también para el mundo de las normas
eclesiásticas. Si un obispo o un sacerdote han sido castigados por
sus errores no merecen ser abandonados o despreciados como seres
malditos, sino que necesitan, como cualquier otro ser humano,
sentirse ayudados, perdonados, amados y curados en sus
heridas.
Lo mismo podemos decir para
los laicos. Si un hombre o una mujer se divorcia y contrae
matrimonio civil, inválido a los ojos de la Iglesia, no podrá
ciertamente acercarse a recibir la comunión mientras viva en esa
situación desordenada. Pero ello no debe convertirse en motivo
para que algunos puedan señalarle con desprecio o quieran dejarle
de lado en la vida de una parroquia.
Ante el árbol caído
descubrimos corazones muy distintos. Unos, esperamos que pocos,
llenos de rabia, o con una especie de alegría casi diabólica ante
el fracaso ajeno. Otros, esperamos que muchos, capaces de
acercarse con afecto, para que no se sienta solo quien ahora,
inocente o culpable, sufre ante la condena de los
hombres.
Son los corazones compasivos
quienes mejor imitan el corazón del Dios bueno. Ese Dios que no
desea la muerte del pecador, sino sólo lo mejor que se le puede
pedir: que se convierta, que viva (cf. Ez 18,23). Ese Dios que
anhela darle un abrazo, a través de su Hijo Jesucristo, que no
vino para los justos, sino para los pecadores (cf. Mt 9,13).
Porque Jesús quería curar y levantar a los troncos caídos y
desechados por los hombres, pero intensamente amados por el Padre
de los cielos.