Asunto: | [notisar] CUENTO DE NAVIDAD: NOCHE VUELA | Fecha: | Domingo, 23 de Diciembre, 2007 04:42:49 (-0400) | Autor: | rescate humboldt <notisar1 @.....com>
|
ORGANIZACIÓN RESCATE HUMBOLDT / SAR / VENEZUELA
web: http://www.rescate.com e-mail "EMERGENCIAS": notisar-owner@...
WEB MASTER: notisar1@...
NOTISAR - NOTICIAS SOBRE RESCATES
SUBSCRÍBASE POR: http://www.rescate.com/notisar.html
CUENTO DE NAVIDAD: NOCHE VUELA
Por Mayra Montero
"La calma terminó muy pronto, el avión ahora basculaba como si una
trulla de demonios intentara descuartizarlo. Pensé en la fatiga del
metal. Los aviones no se caen desde lo alto, a menos que el metal se
fatigue".
Un 24 de diciembre, hace ya muchos años, subí a un avión de Iberia
para volar a Madrid. El avión iba prácticamente vacío, como lo imaginé
en mis mejores fantasías. Sería una Nochebuena plácida, silenciosa -a
menos que el piloto se pusiese cursi, cosa que afortunadamente no
ocurrió-, leyendo en la tranquilidad de la cabina, tomando una copita,
mirando desde lo alto el amanecer del día de Dios.
No creo que actualmente los aviones de la Nochebuena vayan tan
desahogados. Somos muchos. Demasiados viajeros hoy en día y tenemos
que aprovechar cualquier resquicio.
Pero en ese momento, aún, la mayoría de la gente prefería posponer los
viajes para el día siguiente.
Luego de la cena, la lectura y la copa -ya no recuerdo si hubo
película- dejé al cónyuge roncando y avancé por el pasillo a oscuras
hasta los asientos traseros, donde me preparé una cama. Hice acopio de
mantas y almohaditas huérfanas, era un maravilloso avión para mí sola.
Cerré los ojos y al poco me quedé dormida.
Había transcurrido, no sé, acaso una hora, cuando me despertó una
fuerte sacudida.
Esperé acostada, sin moverme, tratando de averiguar si todo estaba en
calma y había sido un bache pasajero. Pero enseguida se produjo otra
sacudida, y luego otra y otra más. Era evidente que habíamos entrado
en una zona de mal tiempo.
Se escuchó la voz de la azafata ordenándole al puñado de pasajeros,
que ni nos veíamos en aquella enormidad de avión, que volviéramos a
los asientos y nos abrochásemos los cinturones.
El aparato siguió moviéndose como si nos estuviera haciendo un chiste:
por aquí me lanzo, por aquí me subo, por aquí me tiro, por allá me
trepo.
Llegué a preguntarme si no se trataría de una mala jugada del piloto,
molesto como a lo mejor estaba porque un grupo de jodedores
aguafiestas y descreídos se habían subido al avión en vísperas de
Navidad, cuando el común de los mortales prefiere quedarse en casa,
devorando lechón y abriendo regalitos.
También me consolé a mí misma pensando que, en caso de que no fuera
broma, ningún avión se viene abajo cuando lleva ya dos o tres horas de
vuelo y ha alcanzado la velocidad de crucero.
Ningún avión se cae desde tan alto, me dije, sino cuando despegan o
están a punto de aterrizar, o cuando chocan en pleno vuelo. Y no creía
que, dentro de aquella tormenta, tuviéramos la mala pata de chocar con
otro desgraciado, otra nave atrapada y sacudida por los feroces
vientos.
Salté del lecho improvisado y regresé dando tumbos a mi asiento, junto
al cónyuge que había dejado de roncar. La soledad del avión
sobrecogía. Los asistentes de vuelo habían desaparecido, probablemente
se habían amarrado ellos también.
Si en la parte delantera del avión se experimentaba ese fenomenal
barullo, ¿qué podía esperarse de la cola, donde ubica generalmente la
cocina y donde se sientan a contarse historias los miembros de la
tripulación? No podía creer que no estuviesen también muertos de
miedo.
"Esto se está moviendo demasiado", le dije al cónyuge, una frase que
suelo decir aunque el avión se mueva poco. Él me respondió exactamente
lo mismo que responde en circunstancias parecidas, pero menos
trágicas:
"No, lo normal". Es un diálogo que nos sabemos de memoria. Cuando él
dice "lo normal", a mí me toca decir:
"¿Cómo va a ser esto normal?". Aquel día, además, agregué unas
trémulas palabras:
"Nos estamos cayendo".
Fue mágico, porque en ese instante el avión pegó un brinco y empezó a
descender como si nos estuviéramos cayendo de verdad, pero no de
nariz, sino de panza. Son tan curiosos los pensamientos que nos
asaltan cuando vamos a morir, o creemos que vamos a morir: no pensé en
la Nochebuena, la familia, mis perros, mis gatos, los libros, las
películas que dejé de ver o el buen vino que dejé de tomar. Pensé,
simplemente, en lo espantoso de que el avión cayera sobre su barriga.
La nave se estabilizó por unos momentos. En medio del bajón, yo había
soltado un par de gritos. Hay que gritar, al menos. Terrible es
venirse abajo sin decir ni pío, esa gente muda y pálida que muere
congelada.
Entonces me pareció que un hombre se incorporaba varias filas delante
de mí y miraba hacia atrás, buscando el lugar de donde provenían los
gritos, pero era imposible que nos viéramos en la oscuridad, éramos
náufragos en diferentes botes.
La calma terminó muy pronto, el avión ahora basculaba como si una
trulla de demonios intentara descuartizarlo.
Pensé en la fatiga del metal. Los aviones no se caen desde lo alto, a
menos que el metal se fatigue, lo que significa que de tanto tumbo se
abre una fisura, imperceptible pero definitiva.
En esos pensamientos me concentraba, cuando un nuevo sacudón provocó
una especie de clic dentro de mi cabeza. Tuve un arranque enloquecido
y a la vez lleno de serenidad, es decir: me desabroché el cinturón, me
puse de pie y le dije a mi marido "Yo me voy".
Lo dije con firmeza, como cuando uno está viendo una mala película y
de pronto se harta. El cónyuge, que comprendió que no me estaba yendo
simplemente del asiento, me agarró por la muñeca:
"No seas idiota, ¿a dónde vas a ir?". En el forcejeo, saltó mi
pulsera: piedritas, mostacillas y caurís, esos caracolitos enigmáticos
que unos meses antes recibí de manos de un houngán*, en un pueblo
fronterizo, durante un servicio dedicado a Ogún Badagri.
En la complejidad de la turbulencia, me tiré al suelo a recoger los
caracoles. Y de pronto, allí, se hizo la calma. Viajar en avión no es
muy diferente a navegar en una goleta, esas historias de goletas donde
las olas en un segundo amenazan con volcar la nave, y al siguiente ya
le están lamiendo las heridas.
Volví al asiento. La tripulación salió a evaluar los "destrozos", es
decir, si alguien había vomitado o muerto de infarto.
En esa época, en Iberia, había unos asistentes de vuelo que eran unos
curtidos viejitos al borde de la jubilación; le pedí a uno de ellos
que me trajera un whisky y le pregunté si en su larga vida había
pasado por otra situación igual.
Dijo que sólo una vez, años atrás, llegando a Santo Domingo, había
experimentado una turbulencia parecida, pero nada comparable a esta.
Le mostré los caracoles en la palma de mi mano:
"Aquí mi pobre pulsera". Era una frase absurda que no venía a cuento
y él me respondió con otra preciosa absurdidad:
"Feliz Navidad. ¿Quiere otro whisky o va a desayunar?".
OBSERVACIÓN: Toda la Información mostrada en este e-mail se considera
EXTRAOFICIAL, PRELIMINAR y sujeta a cambios a medida que información
mas actualizada sea obtenida.
LA MEJOR MUSICA DE LA GALAXIA POR: http://www.radiogalaxia.com
-~--------------------------------------------------------------------~-
-~--------------------------------------------------------------------~-
|