6 de Febrero San
Pablo Miki y compañeros mártires.
Fuente: www.churchforum.org
Los mártires del Japón. Fueron 26, martirizados el mismo
día, 5 de febrero del año 1597.
En el año 1549 San Francisco
Javier llegó al Japón y convirtió a muchos paganos.
Ya en el año 1597 eran
varios los miles de cristianos en aquel país. Y llegó al gobierno
un emperador sumamente cruel y vicioso, el cual ordenó que todos
los misioneros católicos debían abandonar el Japón en el término
de seis meses. Pero los misioneros, en vez de huir del país, lo
que hicieron fue esconderse, para poder seguir ayudando a los
cristianos. Fueron descubiertos y martirizados brutalmente. Los
que murieron en este día en Nagasaki fueron 26. Tres jesuitas,
seis franciscanos y 16 laicos católicos japoneses, que eran
catequistas y se habían hecho terciarios franciscanos.
Los mártires jesuitas
fueron: San Pablo Miki, un japonés de familia de la alta clase
social, hijo de un capitán del ejército y muy buen predicador: San
Juan Goto y Santiago Kisai, dos hermanos coadjutores jesuitas. Los
franciscanos eran: San Felipe de Jesús, un mexicano que había ido
a misionar al Asia. San Gonzalo García que era de la India, San
Francisco Blanco, San Pedro Bautista, superior de los franciscanos
en el Japón y San Francisco de San Miguel.
Entre los laicos estaban: un
soldado: San Cayo Francisco; un médico: San Francisco de Miako; un
Coreano: San Leon Karasuma, y tres muchachos de trece años que
ayudaban a misa a los sacerdotes: los niños: San Luis Ibarqui, San
Antonio Deyman, y San Totomaskasaky, cuyo padre fue también
martirizado.
A los 26 católicos les
cortaron la oreja izquierda, y así ensangrentados fueron llevados
en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para
escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse
cristianos.
Al llegar a Nagasaki les
permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los
crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en
piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de
hierro al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia de un
metro y medio.
La Santa Iglesia de Roma los
declaró santos en 1862.
Testigos de su martirio y de
su muerte lo relatan de la siguiente manera: "Una vez
crucificados, era admirable ver el fervor y la paciencia de todos.
Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por amor a
Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba
inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba
salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y
frase iba repitiendo aquella oración del salmo 30: "Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu". El hermano Gonzalo rezaba
fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría".
Al Padre Pablo Miki le
parecía que aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más
honroso que le habían conseguido, y empezó a decir a todos los
presentes (cristianos y curiosos) que él era japonés, que
pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad de los Padres
jesuitas, que moría por haber predicado el evangelio y que le daba
gracias a Dios por haberle concedido el honor tan enorme de poder
morir por propagar la verdadera religión de Dios. A continuación
añadió las siguientes palabras:
"Llegado a este momento
final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de
ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es
cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la
salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y
como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos
ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que
perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y
a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les
recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y
se hagan bautizar".
Luego, vueltos los ojos
hacia sus compañeros, empezó a darles ánimos en aquella lucha
decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría muy grande,
especialmente en el del niño Luis; éste, al gritarle otro
cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las
miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño
Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el
cielo, después de haber invocado los santísimos nombres de Jesús,
José y María, se pudo a cantar los salmos que haba aprendido en la
clase de catecismo. A otros se les oía decir continuamente:
"Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía". Varios de
los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que
permanecieran fieles a nuestra santa religión por
siempre.
Luego los verdugos sacaron
sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos
lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron fin a sus
vidas.
El pueblo cristiano
horrorizado gritaba: ¡Jesús, José y María!
Dichosos seréis si os
persiguen por mi causa, porque grande es vuestro premio en el
reino de los cielos.