16 de Febrero San
Macario el viejo, monje. (año 390).
Fuente: www.churchforum.org
Este santo nació en Egipto
por el año 300. Pasó su niñez como pastor, y en las soledades del
campo adquirió el gusto por la oración y por la meditación y el
silencio.
Una mujer atrevida le
inventó la calumnia de que el niño que iba a tener era hijo de
Macario, el cual, según decía ella, la había obligado a pecar. La
gente enardecida arrastró al pobre joven por las calles. Pero él
le pidió al Señor en su oración que hiciera saber a todos la
verdad, y sucedió que tal mujer empezó a sentir terribles dolores
y no podía dar a luz, hasta que al fin contó a sus vecinos quién
era el verdadero papá del niño. Entonces la gente se convenció de
la inocencia de Macario y cambió su antiguo odio por una gran
admiración a su humildad y a su paciencia.
Para huir de los peligros
del mundo, Macario se fue a vivir en un desierto de Egipto,
dedicándose a la oración, a la meditación y a la penitencia, y
allí estuvo 60 años y fueron muchos los que se le fueron juntando
para recibir de él la dirección espiritual y aprender los métodos
para llegar a la santidad.
El obispo de Egipto ordenó
de sacerdote a Macario para que pudiera celebrarles la misa a sus
numerosos discípulos. Después fue necesario ordenar de sacerdotes
a cuatro de sus alumnos para atender las cuatro iglesias que se
fueron construyendo allí cerca donde él vivía, para los centenares
de cristianos que se habían ido a seguir su ejemplo de oración,
penitencia y meditación en el desierto.
Macario quería cumplir
aquella exigencia de Jesús: "Si alguno quiere ser mi discípulo,
tiene que negarse a sí mismo", y se dedicó a mortificar sus
pasiones y sus apetitos. Estaba convencido de que nadie será puro
y casto si no les niega de vez en cuando a sus sentidos algo de lo
que estos piden y desean. Deseaba dominar sus pasiones y dirigir
rectamente sus sentidos. Sentía la necesidad de vencer sus malas
inclinaciones, y notó que el mejor modo para obtener esto era la
mortificación y la penitencia. Como su carne luchaba contra su
espíritu, se propuso por medio del espíritu dominar las pasiones
de la carne. A quienes le preguntaban por qué trataba tan
duramente a su cuerpo, les respondía: "Ataco al que ataca mi
alma". Y si a alguno le parecían demasiadas sus mortificaciones le
decía: "Si supieras las recompensas que se consiguen mortificando
las pasiones del cuerpo, nunca te parecerían demasiadas las
mortificaciones que se hacen para conservar la virtud".
En aquellos desiertos, con
40 grados de temperatura y un viento espantosamente caliente y
seco, no tomaba agua ni ninguna otra bebida durante el día. En un
viaje al verlo torturado por la sed, un discípulo le llevó un vaso
de agua, pero el santo le dijo: "Prefiero calmar la sed,
descansando un poco debajo de una palmera", y no tomó nada. Y a
uno de sus seguidores les dijo un día: "En estos últimos 20 años
jamás he dado a mis sentidos todo lo que querían. Siempre los he
privado de algo de lo que más deseaban".
Dominaba su lengua y no
decía sino palabras absolutamente necesarias. A sus discípulos les
recomendaba mucho que como penitencia guardaran el mayor silencio
posible. Y les aconsejaba que en la oración no emplearan tantas
palabras. Que le dijeran a Nuestro Señor: "Dios mío, concédeme las
gracias que Tú sabes que necesito". Y que repitiera aquella
oración del salmo: "Dios mío, ven en mi auxilio, Señor date prisa
en socorrerme".
Admirable era el modo como
moderaba su genio y su carácter, de manera que la gente quedaba
muy edificada al verlo siempre alegre, de buen genio y que no se
impacientara por más que lo ofendieran o lo humillaran.
A un joven que le pedía
consejos de cómo librarse de la preocupación del qué dirán los
demás, lo mandó a un cementerio a que les dijera un montón de
frases duras a los muertos. Cuando volvió le preguntó Macario: Qué
te respondieron los muertos? NO me respondieron nada, le dijo el
joven. ¡Entonces ahora vas y les dices toda clase de elogios y
alabanzas! El muchacho se fue e hizo lo que el santo le había
mandado, y éste volvió a preguntarle: ¿Qué te respondieron los
muertos? ¡Padre, nada me respondieron! "Pues mira", le dijo el
hombre de Dios: "Tú tienes que ser como los muertos: ni
entristecerte porque te critican y te insultan, ni enorgullecerte
porque te alaban y te felicitan. Porque tú eres solamente lo que
eres ante Dios, y nada más ni nada menos".
A uno que le preguntaba qué
debía hacer para no dejarse derrotar por las tentaciones impuras
le dijo: "Trabaje más, coma menos, y no les conceda a sus sentidos
y a sus pasiones el gusto al placer inmediato. Quien no se
mortifica en lo lícito, tampoco se mortificará en lo ilícito". El
otro practicó estos consejos y conservó la castidad.
Macario le pidió a Dios que
le dijera a qué grado de santidad había llegado ya, y Nuestro
Señor le dijo que todavía no había llegado a ser como la de dos
señoras casadas que vivían en la ciudad más cercana. El santo se
fue a visitarlas y a preguntarles qué medios empleaban para
santificarse, y ellas le dijeron que los métodos que empleaban
eran los siguientes: dominar la lengua, no diciendo palabras
inútiles o dañosas. Ser humildes, soportando con paciencia las
humillaciones que recibían y la pobreza y los oficios sencillos
que tenían que hacer. Ser siempre amables y muy pacientes,
especialmente con sus maridos que eran muy malgeniudos, y con los
hijos rebeldes y los vecinos ásperos y poco caritativos. Y como
medio muy especial le dijeron que se esmeraban por vivir todo el
día en comunicación con Dios, ofreciéndole al Señor todo lo que
hacían, sufrían y decían, todo para mayor gloria de Dios y
salvación de las almas.
Los herejes arrianos que
negaban que Jesucristo es Dios, desterraron a Macario y sus monjes
a una isla donde la gente no creía en Dios. Pero allí el santo se
dedicó a predicar y a enseñar la religión, y pronto los paganos
que habitaban en aquellas tierras se convirtieron y se hicieron
cristianos.
Cuando los herejes arrianos
fueron vencidos, Macario pudo volver a su monasterio del desierto.
Y sintiendo que ya iba a morir, pues tenía 90 años, llamó a los
monjes para despedirse de ellos. Al ver que todos lloraban, les
dijo: "Mis buenos hermanos: lloremos, lloremos mucho, pero
lloremos por nuestros pecados y por los pecados del mundo entero.
Esas sí son lágrimas que aprovechan para la salvación".
Jesús dijo: "Dichosos los
que lloran, porque ellos serán consolados (Mt. 5). Dichosos los
que lloran y se afligen por sus propios pecados. Dichosos los que
lloran por las ofensas que los pecadores le hacen a Dios. Lloremos
arrepentidos en esta vida, para que no tengamos que ir a llorar a
los tormentos eternos". Y murió luego muy santamente. Llevaba 60
años rezando, ayunando, haciendo penitencia, meditando y
enseñando, en el desierto.
San Macario: santo
penitente: consíguenos de Dios la gracia de hacer penitencia por
nuestros pecados en esta vida, para no tener que ir a pagarlos en
los castigos de la eternidad.