5 de Marzo San José
Oriol (año 1702).
Fuente: www.churchforum.org
Nació en Barcelona (España)
y pasó casi toda su vida en esta ciudad.
Quedó huérfano de padre
siendo todavía muy pequeñito.
Jovencito fue admitido como
monaguillo y cantor en una iglesia, y viendo los sacerdotes su
gran piedad y devoción se propusieron costearle los estudios de
seminario. Pasaba muchas horas rezando ante el Santísimo
Sacramento en el templo.
Ordenado sacerdote, y
habiendo recibido en la universidad el grado de doctor, se dedicó
a la educación de la juventud.
Era sumamente estimado por
las gentes y muy alabado por su gran virtud y por sus modos tan
amables que tenía en el trato con todos, pero Dios le dejó ver el
estado de su alma (como lo hizo también con toros santos) y desde
ese día ya no tuvo José ningún sentimiento de vanidad ni de
orgullo. Se dio cuenta de que lo que ante los ojos de la gente
brilla como santidad, ante los ojos de Dios no es sino miseria y
debilidad.
Desde el día en que Dios le
permitió ver el estado de su alma, José Oriol se propuso nunca más
volver a comer carne en su vida y ayunar todos los días. Y así lo
cumplió. (Ayuno es tomar un desayuno muy pequeño, un almuerzo
ordinario y una cena muy leve también, y no comer ni beber nada
entre una comida y otra comida). También como penitencia pasaba
muchas horas de rodillas rezando (y a veces con los brazos en
cruz) y usaba vestidos tan viejos y desteñidos que las gentes se
burlaron de él muchas veces por las calles de
Barcelona.
Fue en peregrinación a Roma
y desde allá el Sumo Pontífice ordenó que lo encargaran de un
templo en Barcelona. Y en su nueva iglesia se dedicó totalmente a
tratar de salvar las almas y hacer amar más a Dios. Su habitación
(una pieza en arriendo en una azotea) era totalmente pobre: una
mesita, un crucifijo, una silla y unos libros. Cama no tuvo nunca,
porque las pocas horas que dormía las pasaba en una estera en el
duro suelo.
A San José Oriol le concedió
Dios el don de la dirección espiritual. Las gentes que iban a
consultarlo volvían a sus casas y a sus oficios con el alma en paz
y el espíritu lleno de confianza y alegría. Muchos llegaban a su
despacho con el rostro triste y sin saludar a nadie, y después de
oír por unos minutos a este santo sacerdote hablarles del cielo y
de los premiso y ayudas que Dios tiene reservados para los que lo
aman, salían de allí sonrientes y saludando a todo el que
encontraban. A las personas que dirigía les insistía en que su
santidad no fuera sólo superficial y externa, sino sobre todo
interior y sobrenatural. No aceptaba dirigir espiritualmente a
quien no se comprometía a leer libros espirituales o escuchar
sermones, y a hacer su examen de conciencia cada día y algún
Retiro Espiritual de vez en cuando.
Acusaron al Padre José de
que era demasiado rígido en el confesionario. Que ponía a los
penitentes pequeños trabajos espirituales para hacer, y que a los
que no se esforzaban por hacerlos (por ejemplo callar algo en
momentos de cólera, etc..) los enviaba donde otros sacerdotes
porque él no se comprometía a seguir confesando a los que no
hacían nada por enmendarse. Que a los que no iban a misa los
domingos no les daba la absolución mientras no hubieran ido
siquiera tres domingos a misa (porque no quería ser alcahuete de
los que no cumplan el tercer mandamiento, que manda santificar las
fiestas), etc.., etc.. El superior entonces le prohibió confesar
durante un año. Pero a los pocos días murió el superior y el que
lo reemplazó le volvió a conceder otra vez el permiso de confesar.
Los que iban a confesarse con él sabían que era muy amable,
bondadoso, muy bien educado, pero que no aceptaba que la confesión
fuera un simple rito para poder comulgar y para seguir cometiendo
siempre lo mismo sin enmendarse. Eso sí que no lo aceptaba
nunca.
Le encantaba enseñar
catecismo a los niños, especialmente para prepararlos a la Primera
Comunión. Tenía una especial cualidad para predicar y enseñar
catecismo a los soldados y le gustaba mucho hablarles a los
militares.
Empezó a sentir un gran
deseo de ser martirizado por defender su religión. Y aunque las
gentes de Barcelona que tanto lo amaban y estimaban, le rogaron
mucho que no se fuera a otro país, sin embargo él se fue para Roma
a pedir que la Santa Sede lo enviara de misionero a un país de
salvajes.
Pero en Marsella cayó
enfermo y en medio de su enfermedad se le apareció la Sma. Virgen
y le comunicó que Dios le aceptaba su deseo de morir mártir por
Cristo, pero que lo que le pedía era que volviera a su ciudad a
seguir ganando almas para Nuestro Señor. Y se volvió a Barcelona.
Su regreso fue aclamado con
grandes demostraciones de júbilo en Barcelona.
Y su fama de obrador de
milagros empezó a extenderse por la ciudad y por muchas partes
más. De varios pueblos de alrededor llegaban enfermos a que él los
curara, y eran tan grandes los tumultos que se formaban en las
iglesias, queriendo todos que les impusiera las manos, que su
confesor tuvo que prohibirle que hiciera curaciones dentro del
templo. El santo nunca se atribuía a él mismo ninguno de los
prodigios que obraba. Decía que todo se debía a que sus penitentes
se confesaban con mucho arrepentimiento y que por eso Dios los
curaba.
En sus últimos años obtuvo
de Dios el don de profecía y anunciaba muchas cosas que iban a
suceder en el futuro. Y hasta anunció cuando iba a suceder su
propia muerte. En un día del mes de marzo del año 1702, mientras
cantaba en su lecho de enfermo un himno a la Virgen María, murió
santamente. Tenía apenas 53 años.
Enormes multitudes se
congregaron alrededor de su féretro el día de su entierro. Los
devotos se repartieron sus pocas pertenencias para guardarlas como
reliquias, y después consiguieron formidables milagros por su
intercesión y el Papa San Pío Décimo lo declaró santo.
San José Oriol, consíguenos
de Dios muchos y muy santos directores espirituales, y muy buenos
y celosos confesores.