Santa Agueda, vírgen y mártir
(Año 251).
Agueda significa "la buena", "la
virtuosa".
Un himno latino sumamente antiguo
canta así: "Oh Agueda: tu corazón era tan fuerte que logró aguantar que
el pecho fuera destrozado a machetazos y tu intercesión es tan poderosa,
que los que te invocan cuando huyen al estallar el volcán Etna, se
logran librar del fuego y de la lava ardiente, y los que te rezan,
logran apagar el fuego de la concupiscencia.".
Agueda nación en Catania, Sicilia,
al sur de Italia, hacia el año 230.
Como Santa Inés, Santa Cecilia y
Santa Catalina, decidió conservarse siempre pura y virgen, por amor a
Dios.
En tiempos de la persecución del
tirano emperador Decio, el gobernador Quinciano se propone enamorar a
Agueda, pero ella le declara que se ha consagrado a Cristo.
Para hacerle perder la fe y la
pureza el gobernador la hace llevar a una casa de mujeres de mala vida y
estarse allá un mes, pero nada ni nadie logra hacerla quebrantar el
juramento de virginidad y de pureza que le ha hecho a Dios. Allí, en
esta peligrosa situación, Agueda repetía las palabras del Salmo 16:
"Señor Dios: defiéndeme como a las pupilas de tus ojos. A la sombra de
tus alas escóndeme de los malvados que me atacan, de los enemigos
mortales que asaltan.
El gobernador le manda destrozar el
pecho a machetazos y azotarla cruelmente. Pero esa noche se le aparece
el apóstol San Pedro y la anima a sufrir por Cristo y la cura de sus
heridas.
Al encontrarla curada al día
siguiente, el tirano le pregunta: ¿Quién te ha curado? Ella responde:
"He sido curada por el poder de Jesucristo". El malvado le grita: ¿Cómo
te atreves a nombrar a Cristo, si eso está prohibido? Y la joven le
responde: "Yo no puedo dejar de hablar de Aquél a quien más fuertemente
amo en mi corazón".
Entonces el perseguidor la mandó
echar sobre llamas y brasas ardientes, y ella mientras se quemaba iba
diciendo en su oración: "Oh Señor, Creador mío: gracias porque desde la
cuna me has protegido siempre. Gracias porque me has apartado del amor a
lo mundano y de lo que es malo y dañoso. Gracias por la paciencia que me
has concedido para sufrir. Recibe ahora en tus brazos mi alma". Y
diciendo esto expiró. Era el 5 de febrero del año 251.
Desde los antiguos siglos los
cristianos le han tenido una gran devoción a Santa Agueda y muchísimos y
muchísimas le han rezado con fe para obtener que ella les consiga el don
de lograr dominar el fuego de la propia concupiscencia o inclinación a
la sensualidad.
Propósito: Digámosle a Dios:
"Señor, aquí están todas mis concupiscencias y malas inclinaciones. Mi
vida se puede convertir fácilmente en un desorden. Toma en tus manos
estas mis malas inclinaciones y cálmalas y cúralas, tu que curaste las
heridas de tu sierva Agueda y le diste fortaleza para resistir al fuego.
Creo que el poder y la bondad de mi Dios podrán obtener lo que mis
pobres fuerzas no han logrado. Dios puede mejorar radicalmente mi
personalidad. ¿Cuántas veces pondré en manos de Dios mis concupiscencias
y malas inclinaciones para que El las cure y las calme? ¿Cuántas veces
cada día?
San Felipe de Jesús, mártir (1572 –
1597).
Felipe nació en la ciudad de México
el año 1572, hijo de honrados inmigrantes españoles. En su niñez se
caracterizó por su índole inquieta y traviesa. Se cuenta que su aya, una
buena negra cristiana, al comprobar las diarias travesuras de Felipillo,
solía exclamar, con la mirada fija en una higuera seca que, en el fondo
del jardín, levantaba a las nubes sus áridas ramas: "Antes la higuera
seca reverdecerá, que Felipe llegue a ser santo" El chico no tenía
madera de santo.
Pero un buen día entró en el
noviciado de los franciscanos dieguinos; más no pudiendo resistir la
austeridad, otro buen día se escapó del convento.
Regresó a la casa paterna y ejerció
durante algunos años el oficio de platero, si bien con escasas
ganancias; por lo que su padre, Alonso de las Casas, lo envió a las
islas Filipinas a probar fortuna. Felipe contaba ya para entonces 18
años. Se estableció en el emporio de artes, riquezas y placeres que era
en esos tiempos la ciudad de Manila.
Nuestro joven gozó por un tiempo de
los deslumbrantes atractivos de aquella ciudad, pero pronto se sintió
angustiado: el vacío de Dios se dejó sentir muy hondo, hasta las últimas
fibras de su ser; en medio de aquel doloroso vacío, volvió a oír la
tenue llamada de Cristo: "Si quieres venir en pos de Mí, renuncia a ti
mismo, toma tu cruz y sígueme" (Mt. 16, 24).
Y Felipe volvió a tomar la cruz:
entró con los franciscanos de Manila y ahora sí tomó muy en serio su
conversión... oró mucho, estudió, cuidó amorosamente a los enfermos y
necesitados, y un buen día le anunciaron que ya podía ordenarse
sacerdote, y que, por gracia especial, esa ordenación tendría lugar
precisamente en su ciudad natal, en México.
Se embarcó juntamente con Fray Juan
Pobre y otros franciscanos rumbo a la Nueva España; pero una gran
tempestad arrojó el navío a las costas de Japón, entonces evangelizado,
entre otros, por Fray Pedro Bautista y algunos Hermanos de la provincia
franciscana de Filipinas. Felipe se sintió dichoso: ahora podría ahondar
más en su conversión esforzándose por convertir a muchos japoneses.
Las conversiones en Japón
aumentaban día a día; pero entonces estalló la persecución de Taicosama
contra los franciscanos y sus catequistas.
Nuestro Felipe, por su calidad de
náufrago hubiera podido evitar honrosamente la prisión y los tormentos,
como habían hecho Fray Juan Pobre y otros compañeros de naufragio. Pero
Felipe rechazó esa manera fácil de rehuir su actividad. Quería
convertirse siempre más a fondo, hasta abrazarse del todo con la cruz de
Cristo. Siguió, pues, hasta el último suplicio a San Pedro Bautista y
demás misioneros franciscanos que desde hacía años evangelizaban el
Japón.
Felipe, juntamente con ellos, fue
llevado en procesión por algunas de las principales ciudades para que se
burlaran de él. Sufrió pacientemente que le cortaran, como a todos los
demás, una oreja, y, finalmente en Nagasaki, en compañía de otros 21
franciscanos, cinco de la Primera Orden y quince de la Tercera Orden,
además de tres jóvenes jesuitas, se abrazó a la cruz de la cual fue
colgado, suspendido mediante una argolla y atravesado por dos lanzas.
Felipe fue el primero en morir en medio de todos aquellos gloriosos
mártires. Sus últimas palabras fueron: "Jesús, Jesús, Jesús".
Felipe se había convertido plena y
totalmente a Cristo. Era el 5 de febrero de 1597. Cuenta la leyenda que
ese mismo día la higuera seca de la casa paterna reverdeció de pronto y
dio fruto. Felipe fue beatificado, juntamente con sus compañeros de
cruento martirio, el 14 de septiembre de 1627, y canonizado el 8 de
junio de 1862.
Felipe, el joven que supo
convertirse hasta dar la vida por Cristo, ha sido declarado patrono de
la Ciudad de México y de su arzobispado.
Fuente: www.churchforum.org
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