23 de Octubre
San Juan de Capistrano. Religioso, predicador. Año
1456.
Fuente: www.churchforoum.org
Es este uno de los
predicadores más famosos que ha tenido la Iglesia
Católica.
Nació en un pueblecito llamado Capistrano, en la
región montañosa de Italia, en 1386. Fue un estudiante sumamente
consagrado a sus deberes y llegó a ser abogado y juez, y
gobernador de Perugia. Pero en una guerra contra otra ciudad cayó
prisionero, y en la cárcel se puso a meditar y se dio cuenta de
que en vez de dedicarse a conseguir dinero, honores y dignidades
en el mundo, era mejor dedicarse a conseguir la santidad y la
salvación en una comunidad de religiosos, y entró de
franciscano.
Como era muy vanidoso y le
gustaba mucho aparecer, dispuso vencer su orgullo recorriendo la
ciudad cabalgando en un pobre burro, pero montado al revés,
mirando hacia atrás, y con un sombrero de papel en el cual había
escrito en grandes letras: "Soy un miserable pecador". La gente le
silbó y le lanzaron piedras y basura. Así llegó hasta el convento
de los franciscanos a pedir que lo recibieran de
religioso.
El Padre maestro de novicios
dispuso ponerle pruebas muy duras para ver si en verdad este
hombre de 30 años era capaz de ser religioso humilde y
sacrificado. Lo humillaba sin compasión y lo dedicaba a los
oficios más cansones y humildes, pero Juan en vez de disgustarse
le conservó una profunda gratitud por toda su vida, pues le supo
formar un verdadero carácter, y lo preparó para enfrentarse
valientemente a las dificultades de la vida. Él recordaba muy bien
aquellas palabras de Jesús: "Si el grano de trigo no cae en tierra
y no muere, se queda sin producir fruto, pero si muere producirá
mucho fruto"(Jn. 12,24).
A los 33 años fue ordenado
de sacerdote y luego, durante 40 años recorrió toda Europa
predicando con enormes éxitos espirituales. Tuvo por maestro de
predicación y por guía espiritual al gran San Bernardino de Siena,
y formando grupos de seis y ocho religiosos se distribuyeron
primero por toda Italia, y después por los demás países de Europa
predicando la conversión y la penitencia.
Juan tenía que predicar en
los campos y en las plazas porque el gentío tan enorme no cabía en
las iglesias.
Su presencia de predicador
era impresionante. Flaco, pálido, penitente, con voz sonora y
penetrante; un semblante luminoso, y unos ojos brillantes que
parecían traspasar el alma, conmovía hasta a los más indiferentes.
La gente lo llamaba "El padre piadoso", "el santo predicador".
Vibraba en la predicación de las verdades eternas. La gente al
verlo y oírlo recordaba la figura austera de San Juan Bautista
predicando conversión en las orillas del río Jordán. Y les repetía
las palabras del Bautista: "Raza de víboras: tienen que producir
frutos de conversión. Porque ya está el hacha de la justicia
divina junto a la vida de cada uno, y árbol que no produce frutos
de obras buenas será cortado y echado al fuego" (Lc.
3,7).
Muchos pedían a gritos la
confesión, prometiendo cambiar de vida y estallaban en llanto de
arrepentimiento. Las gentes traían sus objetos e superstición y
los libros de brujería y otros juegos y los quemaban en públicas
hogueras en la mitad de las plazas.
Muchos jóvenes al oírlo
predicar se proponían irse de religiosos. En Alemania consiguió
120 jóvenes para las comunidades religiosas y en Polonia
130.
Sus sermones eran de dos y
tres horas, pero a los oyentes se les pasaba el tiempo sin darse
cuenta. Atacaba sin miedo a los vicios y malas costumbres, y
muchísimos, después de escucharle, dejaban sus malas amistades y
las borracheras.
Después de predicar se iba a
visitar enfermos, y con sus oraciones y su bendición sacerdotal
obtenía innumerables curaciones.
Juan convertía pecadores no
sólo por su predicación tan elocuente y fuerte, sino por su gran
espíritu de penitencia. Dormía pocas horas cada noche. Vestía
siempre trajes sumamente pobres. Comía muy poco, y siempre
alimentos burdos y nunca comidas finas ni especiales. Una artritis
muy dolorosa lo hacía cojear y dolores muy fuertes de estómago lo
hacían retorcerse, pero su rostro era siempre alegre y jovial. En
su cuerpo era débil pero en su espíritu era un gigante.
Después de muerto reunieron
los apuntes de los estudios que hizo para preparar sus sermones y
suman 17 gruesos volúmenes.
La Comunidad Franciscana lo
eligió por dos veces como Vicario Genera, y aprovechó este
altísimo cargo para tratar de reformar la vida religiosa de los
franciscanos, llegando a conseguir que en toda Europa esta Orden
religiosa llegara a un gran fervor.
Muchos se le oponían a sus
ideas de reformar y de volver más fervorosos a los religiosos. Y
lo que más lo hacía sufrir era que la oposición venía de sus
mismos colegas en el apostolado. Se cumplía en él lo que dice el
Salmo: "Aquél que comía conmigo el pan en la misma mesa, se ha
declarado en contra de mí". Pero esas incomprensiones le sirvieron
para no dedicarse a buscar las alabanzas de las gentes, sino las
felicitaciones de Dios. Él repetía la frase de San Pablo: "Si lo
que busco es agradar a la gente, ya no seré siervo de
Cristo".
Juan tenía unas dotes nada
comunes para la diplomacia. Era sabio, era prudente, y medía muy
bien sus juicios y sus palabras. Había sido juez y gobernador y
sabía tratar muy bien a las personas. Por eso cuatro Pontífices
(Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III) lo emplearon como
embajador en muchas y muy delicadas misiones diplomáticas y con
muy buenos resultados. Tres veces le ofrecieron los Sumos
Pontífices nombrarlo obispo de importantes ciudades, pero prefirió
seguir siendo humilde predicador, pobre y sin títulos
honoríficos.
40 años llevaba Juan
predicando de ciudad en ciudad y de nación en nación, con enormes
frutos espirituales, cuando a la edad de 70 años lo llamó Dios a
que le colaborara en la liberación de sus católicos en Hungría. Y
fue de la siguiente manera.
En 1453 los turcos
musulmanes se habían apoderado de Constantinopla, y se propusieron
invadir a Europa para acabar con el cristianismo. Y se dirigieron
a Hungría.
Las noticias que llegaban de
Serbia, nación invadida por los turcos, eran impresionantes.
Crueldades salvajes contra los que no quisieran renegar de la fe
en Cristo, y destrucción de todo lo que fuera cristiano
católico.
Entonces Juan se fue a
Hungría y recorrió toda la nación predicando al pueblo,
incitándolo a salir entusiasta en defensa de su santa religión.
Las multitudes respondieron a su llamado, y pronto se formó un
buen ejército de creyentes.
Los musulmanes llegaron
cerca de Belgrado con 200 cañones, una gran flota de barcos de
guerra por el río Danubio, y 50,000 terribles jenízaros de a
caballo, armados hasta los dientes. Los jefes católicos pensaron
en retirarse porque eran muy inferiores en número. Pero fue aquí
cuando intervino Juan de Capistrano.
El gran misionero salvó a la
ciudad de Bucarest de tres modos. El primero, convenciendo al jefe
católico Hunyades a que atacara la flota turca que era mucho más
numerosa. Atacaron y salieron vencedores los católicos. El
segundo, fue cuando ya los católicos estaban dispuestos a
abandonar la fortaleza de la ciudad y salir huyendo. Entonces Juan
se dedicó a animarlos, llevando en sus manos una bandera con una
cruz y gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los combatientes
cristianos se llenaron de valor y resistieron heroicamente. Y el
tercer modo, fue cuando ya Hunyades y sus generales estaban
dispuestos a abandonar la ciudad, juzgando la situación
insostenible, ante la tremenda desproporción entre las fuerzas
católicas y las enemigas, Juan recorrió todos los batallones
gritando entusiasmado: "Creyentes valientes, todos a defender
nuestra santa religión". Entonces los católicos dieron el asalto
final y derrotaron totalmente a los enemigos que tuvieron que
abandonar aquella región.
Jamás empleó armas
materiales. Sus armas eran la oración, la penitencia y la fuerza
irresistible de su predicación.
Las gentes decían que
aquellos cuarteles de guerreros más parecían casas de religiosos
que campamentos militares, porque allí se rezaba y se vivía una
vida llena de virtudes. Todos los capellanes celebraban cada día
la santa misa y predicaban. Muchísimos soldados se confesaban y
comulgaban. Y los militares repetían en sus batallones: "Tenemos
un capellán santo. Hay que portarse de manera digna de este gran
sacerdote que nos dirige. Si nos portamos mal no vamos a conseguir
victorias sino derrotas". Y los oficiales afirmaban: "Este
padrecito tiene más autoridad sobre nuestros soldados, que el
mismo jefe de la nación".
Mientras los católicos
luchaban con las armas en Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar
en todo el mundo el Angelus (o tres Avemarías diarias) por los
guerreros católicos y la Sma. Virgen consiguió de su Hijo una gran
victoria. Con razón en Budapest le levantaron una gran estatua a
San Juan de Capistrano, porque salvó la ciudad de caer en manos de
los más crueles enemigos de nuestra santa religión.
Y sucedió que la cantidad de
muertos en aquella descomunal batalla fue tan grande, que los
cadáveres dispersados por los campos llenaron el aire de
putrefacción y se desató una furiosa epidemia de tifo. San Juan de
Capistrano había ofrecido a Dios su vida con tal de conseguir la
victoria contra los enemigos del catolicismo, y Dios le aceptó su
oferta. El santo se contagió de tifo, y como estaba tan débil a
causa de tantos trabajos y de tantas penitencias, murió el 23 de
octubre de 1456.
Gran apóstol: alcánzanos de
Dios entusiasmo y valor para defender siempre nuestra amada
religión católica.
Orad y trabajad por la
nación donde estáis viviendo, porque su bien será vuestro bien (S.
Biblia. Jeremías 29).