Asunto: | [RedLuz] La Reencarnacion / Rene Guenon | Fecha: | Jueves, 8 de Diciembre, 2005 06:26:01 (-0600) | Autor: | Ricardo Ocampo <redanahuak @...............mx>
|
From: Santiago Merino <vozdeestrellas@...>
Date: Thu, 08 Dec 2005 11:14:57 +0000
No se puede entender el Sentido de nuestra Vida sin aceptar la Reencarnación
René Guénon
LA REENCARNACIÓN
Cap. VI de la 2ª parte de "L'Erreur Spirite".
No intentaremos acometer aquí un estudio absolutamente completo del tema de
la reencarnación, ya que
se precisaría todo un volumen para examinarlo en todos sus aspectos. Quizá
lo retomemos algún día; el
asunto es interesante, y no en sí mismo, pues se trata de un absurdo puro y
simple, sino en razón de la
extraña difusión de esta idea, que en nuestra época es una de las que más
contribuyen a la confusión de
gran número de personas. Sin embargo, no podemos eximirnos de tratarlo, y al
menos diremos lo que
nos parece más esencial; nuestra argumentación no sólo irá dirigida contra
el espiritismo kardecista, sino
también contra todas las restantes escuelas "neo-espiritualistas" que, tras
él, han adoptado la idea, apenas
modificándola en detalles más o menos importantes. Por el contrario, esta
refutación no se dirige, como
la anterior (1), al espiritismo considerado en general, pues la
reencarnación no es un elemento
absolutamente esencial, y se puede ser espiritista sin admitirla, mientras
que ello no es posible sin
admitir la manifestación de los muertos mediante fenómenos sensibles. De
hecho, se sabe que los
espiritistas americanos e ingleses, es decir, los representantes de la más
antigua forma del espiritismo,
fueron en un principio unánimes en oponerse a la teoría reencarnacionista,
criticada violentamente, en
particular, por Douglas Home (2); ha sido necesario, para que algunos de
ellos se decidieran más tarde
ha aceptarla, que esta teoría haya penetrado en los medios anglosajones a
través de vías extrañas al
espiritismo. En la misma Francia, algunos de los primeros espiritistas, como
Piérart y Anatole Barthe, se
separaron de Allan Kardec en este punto; pero, en la actualidad, se puede
decir que el espiritismo francés
al completo ha hecho de la reencarnación un verdadero "dogma"; el propio
Allan Kardec, por lo demás,
no dudó en recurrir a este término (3). Recordemos que esta teoría fue
adoptada del espiritismo francés
en primer lugar por el teosofismo, y luego por el ocultismo papusiano y
otras diversas escuelas, que
igualmente han hecho de ella uno de sus artículos de fe; por mucho que estas
escuelas hayan reprochado
a los espiritistas el concebir a la reencarnación de un modo poco
"filosófico", las modificaciones y las
diversas complicaciones que éstas han aportado no podrían disimular ese
préstamo inicial.
Ya hemos indicado algunas de las divergencias que existen, a propósito de la
reencarnación, sea entre
los espiritistas, sea entre éstos y las demás escuelas; en ello como en todo
lo demás, las enseñanzas de
los "espíritus" son regularmente fluctuantes y contradictorias, y las
pretendidas constataciones de los
"clarividen-tes" no lo son menos. Así, hemos visto que, para unos, un ser
humano se reencarna
constantemente en el mismo sexo; para otros, se reencarna indiferente-mente
en uno u otro, sin que a
este respecto pueda fijarse ninguna ley; incluso hay para quienes existe una
alternancia más o menos
regular entre las encarnacio-nes masculinas y femeninas. Del mismo modo,
unos dicen que el hombre se
reencarna siempre sobre la tierra; otros pretenden que también puede
reencarnarse en algún planeta del
sistema solar, o incluso sobre un astro cualquiera; algunos admiten que
existen generalmente numerosas
encarnaciones terrestres consecutivas antes de pasar a otra morada, y ésta
es la opinión del propio Allan
Kardec; para los teosofistas, no hay sino encarnaciones terrestres durante
todo el período de un ciclo
extremadamente amplio, tras lo cual toda una raza humana comienza una nueva
serie de encarnaciones
en otra esfera, y así sucesivamente. Otro punto no menos discutido es la
duración del intervalo que debe
transcurrir entre dos encarnaciones consecutivas: unos piensan que es
posible una reencarnación
inmediata, o al menos tras un corto espacio de tiempo, mientras que, para
otros, las vidas terrestres
deben quedar separadas por grandes intervalos; en otro lugar hemos indicado
que los teosofistas, tras
haber supuesto en un principio que estos intervalos eran de mil doscientos o
mil quinientos años como
mínimo, han llegado a reducirlos considerablemente, estableciendo a este
respecto distinciones según los
"grados de evolución" de los individuos (4). Entre los ocultistas franceses
se ha producido igualmente
una variación bastante curiosa: en sus primeras obras, Papus, atacando a los
teosofistas, de quienes
acababa de separarse, repite con ellos que "según la ciencia esotérica, un
alma no puede reencarnarse
sino después de unos mil quinientos años, salvo en algunas excepciones muy
determinadas (muerte
infantil, muerte violenta, adeptado)" (5), e incluso llega a afirmar,
siguiendo fielmente a Mme.
Blavatsky y a Sinnett, que "estas cifras están sacadas de cálculos
astronómicos del esoterismo
hindú" (6), cuando lo cierto es que ninguna doctrina tradicional auténtica
ha hablado jamás de la
reencarnación, y ésta no es más que una invención moderna y occidental. Más
tarde, Papus rechazó
totalmente la pretendida ley establecida por los teosofistas y declaró que
no se puede ofrecer ninguna,
diciendo (y respetamos cuidadosamente su estilo) que "sería tan absurdo
fijar un término exacto de mil
doscientos o de diez años al tiempo que separa una encarnación de un retorno
a la tierra como fijar para
la vida humana un período igualmente exacto" (7). Todo esto apenas inspira
confianza en quienes
examinan las cosas con imparcialidad, y, si la reencarnación no ha sido
"revelada" por los espíritus por
la buena razón de que éstos jamás han hablado realmente a través de mesas o
de médiums, las pocas
observaciones que acabamos de apuntar bastarían ya para demostrar que no
puede tratarse de un
verdadero conocimiento esotérico enseñado por iniciados que, por definición,
sabrían a qué atenerse. Ni
siquiera hay necesidad de llegar al fondo de la cuestión para descartar las
pretensiones de ocultistas y
teosofistas; queda por ver si la reencarnación es el equivalente de una
simple concepción filosófica;
efectivamente, de eso se trata, y se encuentra incluso en el nivel de las
peores de ellas, puesto que es
absurda en el sentido propio de la palabra. Hay también muchas ideas
absurdas en los filósofos, pero al
menos no son presentadas generalmente más que como hipótesis; los
"neo-espiritualistas" se engañan
totalmente (admitimos aquí su buena fe, que para la masa es indudable, pero
que no siempre lo es para
los dirigentes), y la misma seguridad con la cual formulan sus afirmaciones
es una de las causas que las
hacen más peligrosas que las de los filósofos.
Acabamos de emplear el término "concepción filosófica"; el de "concepción
social" sería quizá más
justo en estas circunstancias, si se considera cuál fue el origen real de la
idea de la reencarnación. En
efecto, para los socialistas franceses de la primera mitad del siglo XIX,
que la inculcaron en Allan
Kardec, esta idea estaba esencialmente destinada a ofrecer una explicación
de la desigualdad de las
condiciones sociales, que a sus ojos revestía un carácter particularmente
chocante. Los espiritistas han
conservado este mismo motivo entre aquellos de los que más gustosamente
invocan para justificar su
creencia en la reencarnación, e incluso han pretendido extender esta
explicación a todas las
desigualdades, tanto intelectuales como físicas; he aquí lo que dice Allan
Kardec: "O las almas en su
nacimiento son iguales, o no lo son; ello no ofrece dudas. Si son iguales,
¿por qué esas aptitudes tan
diversas?... Si son desiguales, es porque Dios las ha creado así, pero
entonces, ¿por qué esa superioridad
innata acordada a algunos? ¿Es esta parcialidad adecuada a su justicia y al
idéntico amor que profesa
hacia todas sus criaturas? Admitamos, por el contrario, una sucesión de
existencias anteriores
progresivas, y todo queda explicado. Los hombres traen al nacer la intuición
de lo que han adquirido;
están más o menos avanzados, según el número de existencias que han
recorrido, según estén más o
menos alejados del punto de partida, del mismo modo que como en una reunión
de individuos de todas
las edades cada uno tendrá un desarrollo proporcionado al número de años que
haya vivido; las
existencias sucesivas serían, para la vida del alma, lo que los años son
para la vida del cuerpo... Dios, en
su justicia, no ha podido crear almas más o menos perfectas; pero, con la
pluralidad de las existencias, la
desigualdad que observamos ya no es contraria a la equidad más rigurosa"
(8). Léon Denis afirma de
modo semejante: "la pluralidad de las existencias es lo único que puede
explicar la diversidad de
caracteres, la variedad de aptitudes, la desproporción de las cualidades
morales, en una palabra, todas las
desigualdades que saltan a la vista. Fuera de esta ley, en vano nos
preguntaríamos por qué ciertos
hombres poseen talento, nobles sentimientos, aspiraciones elevadas, mientras
que tantos otros no
comparten sino necedad, pasiones viles e instintos groseros. ¿Qué pensar de
un Dios que, otorgándonos
una sola vida corporal, nos hubiera hecho tan desiguales y, desde el salvaje
al civilizado, hubiera
reservado a los hombres dones tan distintos y un nivel moral tan diferente?
Sin la ley de las
reencarnaciones, la iniquidad gobierna el mundo... Todas estas oscuridades
se disipan ante la doctrina de
las existencias múltiples. Los seres que se distinguen por su potencia
intelectual o sus virtudes han
vivido más, trabajado más, adquirido una experiencia y aptitudes mayores"
(9). Similares razones son
mantenidas incluso por escuelas cuyas teorías son menos "primarias" que las
del espiritismo, pues la
concepción reencarnacionista jamás ha podido perder enteramente el estigma
de su origen; los
teosofistas, por ejemplo, también esgrimen, al menos secundaria-mente, la
desigualdad de las
condiciones sociales. Por su parte, Papus hace exactamente lo mismo: "Los
hombres recomienzan un
nuevo trayecto en el mundo material, ricos o pobres, socialmente dichosos o
desgraciados, según los
resultados adquiridos en los tránsitos anteriores, en las encarnaciones
preceden-tes" (10). En otra parte
se expresa aún más claramente a este respecto: "Sin la idea de la
reencarnación, la vida social es una
iniquidad. ¿Por qué existen seres ignorantes que están atiborrados de plata
y colmados de honores,
mientras que hay seres de valor que se debaten en la miseria y en la lucha
cotidiana por los alimentos
físicos, morales y espirituales?... Se puede decir, en general, que la
actual vida social está determinada
por el estado anterior del espíritu y determina, a su vez, el estado social
futuro" (11).
Una tal explicación es perfectamente ilusoria, y he aquí por qué: en primer
lugar, si el punto de partida
no es el mismo para todos, si hay hombres que están más o menos alejados de
él al no haber recorrido el
mismo número de existencias (según dice Allan Kardec), hay aquí una
desigualdad de la cual ellos no
podrían ser responsables, y, por consiguiente, los reencarnacionistas deben
considerarla una "injusticia"
incapaz de ser explicada por su teoría. A continuación, incluso admitiendo
que no existan diferencias
entre los hombres, ha sido preciso que hubiera, en su evolución (y hablamos
según la manera de ver de
los espiritistas), un momento en el que las desigualdades han comenzado, y
es además necesario que
éstas tengan una causa; si se dice que esta causa consiste en los actos que
los hombres habían cumplido
anteriormente, deberá explicarse cómo han podido estos hombres comportarse
de forma diferente antes
de que las desigualdades se hayan producido entre ellos. Esto es
inexplicable, simplemente porque hay
aquí una contradicción: si los hombres hubieran sido perfectamente iguales,
se asemejarían en todos los
aspectos, y, admitiendo que esto fuera posible, jamás habrían podido dejar
de serlo, a menos que se
niegue la validez del principio de razón suficiente (y, en tal caso, no
cabría buscar ni ley ni explicación
alguna); si han podido hacerse distintos, es evidentemente porque la
posibilidad de desigualdad estaba
en ellos, y esta posibilidad previa bastaría para constituirlos desiguales
desde el origen, al menos
potencialmente. De este modo, se ha alejado la dificultad creyéndola
resolver, y, finalmente, subsiste por
completo; pero, a decir verdad, no existe dificultad, y el mismo problema no
es menos ilusorio que su
pretendida solución. Se puede decir de esta cuestión lo mismo que de muchas
cuestiones filosóficas, que
no existe sino porque está mal planteada; y, si se plantea mal, es sobre
todo, en el fondo, porque se
hacen intervenir consideraciones morales y sentimentales allí donde éstas no
tienen cabida: esta actitud
es tan necia como lo sería la de un hombre que se preguntara, por ejemplo,
por qué determinada especie
animal no es igual a otra, lo cual está manifiestamente desprovisto de
sentido. Que existan en la
naturaleza diferencias que se nos aparecen como desigualdades, mientras que
hay otras que no presentan
este aspecto, depende de un punto de vista puramente humano; y, si se deja
de lado este punto de vista
eminentemente relativo, ya no puede hablarse de justicia o de injusticia en
este orden de cosas. En suma,
preguntarse por qué un ser no es igual a otro es preguntarse por qué es
diferente de otro; pero, si no fuera
en modo alguno diferente, sería ese otro en lugar de ser él mismo. Desde el
momento en que hay una
multiplicidad de seres, es preciso que existan diferencias entre ellos; dos
cosas idénticas son
inconcebibles, porque, si son verdaderamente idénticas, no son dos cosas,
sino una sola; Leibnitz tiene
toda la razón en este punto. Cada ser se distingue de los demás, desde el
principio, porque posee en sí
mismo ciertas posibilidades esencialmente inherentes a su naturaleza, que no
son las posibilidades de
ningún otro ser; la pregunta a la que los reencarnacionistas pretenden
responder se reduce simplemente a
la cuestión de por qué un ser es él mismo y no otro. Poco importa si se
quiere ver aquí una injusticia,
pues, en todo caso, es una necesidad; y, por otra parte, en el fondo, seria
más bien lo contrario de una
injusticia: en efecto, la idea de justicia, desprovista de su carácter
sentimental y específicamente
humano, se reduce a la de equilibrio o armonía; ahora bien, para que haya en
el Universo una total
armonía, es necesario y basta con que cada ser esté en el lugar que debe
ocupar, como elemento de ese
Universo, en conformi-dad con su propia naturaleza. Esto significa
precisamente que las diferencias y
las desigualdades, a las que se tiende a denunciar como injusticias reales o
aparentes, concurren efectiva
y necesariamente, por el contrario, a esa armonía total; y ésta no puede no
ser, pues ello supondría que
las cosas no son lo que son, ya que sería absurdo pretender que pueda
ocurrirle algo a un ser que no sea
una consecuencia de su naturaleza; de modo que los partidarios de la
justicia pueden por añadidura
sentirse satisfechos, sin verse obligados a ir al encuentro de la verdad.
Allan Kardec declara que "el dogma de la reencarnación está fundado en la
justicia de Dios y en la
revelación" (12); acabamos de demostrar que, de ambas razones, la primera no
podría ser válidamente
invocada; en cuanto a la segunda, ya que él quiere hablar evidentemente de
la revelación de los
"espíritus", y como anteriormente hemos establecido que ésta es inexistente,
no tenemos necesidad de
volver sobre ella. No obstante, éstas no son aún sino observaciones
preliminares, pues del hecho de que
no se vea ninguna razón para admitir algo no se sigue forzosamente que este
algo sea falso; al menos, se
podría permanecer a este respecto en una actitud de pura y simple duda.
Debemos decir, por otra parte,
que las objeciones formuladas normalmente contra la teoría reencarnacionista
apenas son más
determinantes que las razones invocadas para apoyarla; ello se debe, en gran
medida, a que los
adversarios y los partidarios de la reencarnación se sitúan igualmente, a
menudo, sobre un terreno moral
y sentimental, y las consideraciones de este orden nada podrían probar.
Podemos volver a presentar aquí
la misma observación que en lo concerniente al tema de la comunicación con
los muertos: en lugar de
preguntarse si ésta es verdadera o falsa, lo único que importa, se discute
para saber si es o no
"consoladora", y así puede discutirse indefinidamente sin avanzar un ápice,
puesto que se trata de un
criterio puramente "subjetivo", como diría un filósofo. Lamentablemente, hay
mucho más que decir
contra la reencarnación, ya que se puede establecer su absoluta
imposibilidad; pero, antes de llegar a
ello, debemos tratar aún otra cuestión y precisar ciertas distinciones, no
sólo porque son en sí más
importantes, sino también porque, de lo contrario, algunos podrían
extrañarse al vernos afirmar que la
reencarnación es una idea exclusivamente moderna. Demasiadas confusiones e
ideas falsas han
prevalecido desde hace un siglo como para que mucha gente, incluso fuera de
los medios "neoespiritualistas",
no se encuentre gravemente influida; esta deformación ha llegado a tal punto
que los
orientalistas oficiales, por ejemplo, interpretan corrientemente en un
sentido reencarnacionista textos en
los cuales no hay nada semejante, y se han hecho completamente incapaces de
comprenderlos de otro
modo, lo que significa que no entienden absolutamente nada.
El término "reencarnación" debe ser distinguido de al menos otros dos
términos, que tienen un
significado totalmente diferente, y que son los de "metempsicosis" y
"transmigración"; se trata de cosas
que eran muy bien conocidas de los antiguos, como aún lo son de los
orientales, pero que los
occidentales modernos, inventores de la reencarnación, ignoran absolutamente
(13). Está claro que,
cuando se habla de reencarnación, esto significa que el ser que ya ha estado
encarnado retoma un nuevo
cuerpo, es decir, vuelve al estado por el cual ya ha pasado; por otra parte,
se admite que ello concierne al
ser real y completo, y no simplemente a los elementos más o menos
importantes que han podido entrar
en su constitución a un título cualquiera. Aparte de estas dos condiciones,
no puede en absoluto tratarse
de reencarnación; ahora bien, la primera la distingue esencialmente de la
transmigración, tal como es
considerada en las doctrinas orientales, y la segunda no la diferencia menos
profundamente de la
metempsicosis, en el sentido en que era especialmente entendida por los
órficos y los pitagóricos. Los
espiritistas, al afirmar erróneamente la antigüedad de la teoría
reencarnacionista, dicen que no es
idéntica a la metempsicosis; según ellos, no sólo se distingue de ésta en
que las existencias sucesivas son
siempre "progresivas", sino que además se debe considerar exclusivamente a
los seres humanos: "Hay,
dice Allan Kardec, entre la metempsicosis de los antiguos y la doctrina
moderna de la reencarnación,
una gran diferencia: los espíritus niegan de forma absoluta la
transmigración del hombre en los
animales, y a la inversa" (14). Los antiguos, en realidad, jamás han
considerado tal transmigración,
como tampoco la del hombre en otros hombres, como podría definirse la
reencarnación; sin duda,
existen expresiones más o menos simbólicas que pueden dar lugar a
malentendidos, pero solamente
cuando no se sabe lo que verdadera-mente quieren decir, que es lo siguiente:
hay en el hombre
elementos psíquicos que se disocian tras la muerte, y que pueden pasar
entonces a otros seres vivos,
hombres o animales, sin que ello tenga más importancia, en el fondo, que el
hecho de que, tras la
disolución del cuerpo de ese mismo hombre, los elementos que lo componían
puedan servir para formar
otros cuerpos; en ambos casos, se trata de elementos mortales del hombre, y
no de la parte imperecedera
que es su ser real, y que en absoluto es afectada por estas mutaciones
póstumas. A propósito de esto,
Papus ha cometido un error de otro género, al hablar de "confusiones entre
la reencarnación o retorno
del espíritu a un cuerpo material, tras un período astral, y la
metempsicosis o travesía del cuerpo material
por cuerpos de animales y plantas, antes de volver a un nuevo cuerpo
material" (15); sin necesidad de
mencionar algunas rarezas de expresión que pueden deberse a descuidos (los
cuerpos de animales y
plantas no son menos "materiales" que el cuerpo humano, y no son
"atravesados" por éste, sino por los
elementos que de él provienen), esto no podría en modo alguno ser denominado
"metempsicosis", pues
la formación de dicha palabra implica que se trata de elementos psíquicos, y
no corporales. Papus acierta
al pensar que la metempsicosis no concierne al ser real del hombre, pero se
engaña completamente con
respecto a su naturaleza; y, por otra parte, cuando dice que la
reencarnación "ha sido enseñada como un
misterio esotérico en todas las iniciaciones de la antigíiedad" (16),
confunde a ésta pura y simplemente
con la verdadera transmigración.
La disociación que sigue a la muerte no afecta solamente a los elementos
corporales, sino también a
ciertos elementos a los que se puede llamar psíquicos; ya hemos mencionado
esto al explicar que tales
elementos pueden a veces intervenir en los fenómenos del espiritismo, y
contribuir así a la apariencia de
una acción real de los muertos; de forma análoga, también pueden, en ciertos
casos, presentarse como
una reencarnación. Lo importante, en este último punto, es que dichos
elementos (que durante la vida
pueden haber sido propiamente conscientes o sólo "subconscientes")
comprenden especialmente todas
las imágenes mentales que, resultantes de la experiencia sensible, han
formado parte de lo que se
denomina memoria e imaginación: estas facultades, o más bien estos conjuntos
de facultades, son
perecederos, es decir, están sujetos a disolución, puesto que, siendo de
orden sensible, dependen
literalmente del estado corporal; por otra parte, fuera de la condición
temporal, que es una de las que
definen el mencionado estado, la memoria no tendría evidentemente ninguna
razón para subsistir. Lo
dicho se aleja con seguridad de las teorías de la psicología clásica acerca
del "yo" y su unidad; tales
teorías presentan el defecto de estar casi tan vacías de fundamento, en su
género, como las concepciones
de los "neo-espiritualistas". Otra observación no menos importante es que
puede existir transmisión de
elementos psíquicos de un ser a otro sin que ello suponga la muerte del
primero: en efecto, hay tanto una
herencia psíquica como una herencia fisiológica. Esto no es dudoso, e
incluso es un hecho de
observación vulgar; pero probablemente muchos no se percatan de que ello
supone al menos que los
padres suministran un germen psíquico, al mismo título que un germen
corporal; y este germen puede
implicar potencialmente un conjunto muy complejo de elementos pertenecientes
al dominio de la
"subconsciencia", además de tendencias o predisposiciones propiamente dichas
que, desarrollándose,
aparecerán de forma más manifiesta; esos elementos "subconscientes", por el
contrario, podrán no
hacerse aparentes más que en casos excepcionales. Es precisamente la doble
herencia psíquica y
corporal lo que expresa esta fórmula china: "Tú revivirás en tus miles de
descendientes", que con toda
seguridad difícilmente podría ser interpretada en un sentido
reencarnacionista, aunque los ocultistas e
incluso los orientalistas hayan realizado otras proezas semejantes. Las
doctrinas extremo-orientales
consideran incluso preferentemente el aspecto psíquico de la herencia, y ven
en ella una verdadera
prolongación de la individualidad humana; a ello se debe que, bajo el nombre
de "posteridad" (que por
otra parte es susceptible además de un sentido superior y puramente
espiritual), estas doctrinas asocien
el mencionado aspecto a la "longevidad", llamada inmortalidad por los
occidentales.
Como veremos a continuación, algunos de los hechos que los
reencarnacio-nistas creen poder invocar en
apoyo de su hipótesis se explican perfectamente por uno u otro de los dos
casos que acabamos de
considerar, es decir, por un lado, la transmisión hereditaria de ciertos
elementos psíquicos, y, por otro, la
asimilación por una individualidad humana de otros elementos psíquicos
derivados de la desintegración
de individualidades humanas anteriores, que no por ello tienen la menor
relación espiritual con aquella.
Hay, en todo esto, corresponden-cia y analogía entre el orden psíquico y el
orden corporal; y ello se
comprende sin dificultad, puesto que ambos, repitámoslo, se refieren
exclusivamente a lo que puede ser
llamado elementos mortales del ser humano. Todavía debemos añadir que, en el
orden psíquico, puede
ocurrir, más o menos excepcionalmente, que un considerable conjunto de
elementos se conserve sin
disociarse y sea transferido tal cual a una nueva individualidad; los hechos
de este género son,
naturalmente, los que presentan el carácter más llamativo ante los ojos de
los partidarios de la reencarn
ación, y sin embargo no son menos engañosos que todos los demás (17). Todo
esto, ya lo hemos dicho,
no concierne ni afecta en modo alguno al ser real; ciertamente, nos
podríamos preguntar por qué, si es
así, los antiguos parecen haber otorgado gran importancia a la suerte
póstuma de los elementos en
cuestión. Se podría responder simplemente señalando que también hay gente
que se preocupa por el
tratamiento que su cuerpo puede sufrir después de la muerte, sin por ello
pensar que su espíritu deba
experimentar consecuencia alguna; pero añadiremos que, efectivamente, por
regla general, estas cosas
no son absoluta-mente indiferentes; silo fueran, los ritos funerarios no
tendrían ninguna razón de ser,
mientras que, por el contrario, tienen una muy profunda. Sin poder insistir
demasiado, diremos que la
acción de estos ritos se ejerce precisamente sobre los elementos psíquicos
del difunto; ya hemos
mencionado lo que pensaban los antiguos acerca de la relación existente
entre su incumplimiento y
ciertos fenómenos de "obsesión", y dicha opinión estaba perfectamente
fundada. Con seguridad, si no se
considerara más que el ser en tanto que ha pasado a otro estado de
existencia, no cabría tener en cuenta
lo que puede ocurrir con tales elementos (salvo quizá para asegurar la
tranquilidad de los vivos); pero es
muy distinto si se considera lo que hemos denominado las prolongaciones de
la individualidad humana.
Este tema podría dar lugar a consideraciones cuya complejidad y extrañeza
nos impide abordarlas aquí;
por lo demás, opinamos que es de aquellos que no seria ni útil ni ventajoso
tratar públicamente de
manera detallada.
Tras haber dicho en qué consiste verdaderamente la metempsicosis, diremos
ahora lo que es
propiamente la transmigración: esta vez, se trata efectivamente del ser
real, aunque no es para él un
retorno al mismo estado de existencia, retorno que, si pudiera tener lugar,
sería quizá una "migración", si
se quiere, pero no una "transmigración". De lo que se trata es, por el
contrario, del paso del ser a otros
estados de existencia, definidos, tal como hemos dicho, por condicio-nes
completamente distintas de
aquellas a las cuales está sometida la individuali- dad humana (con la
restricción de que, en tanto se trate
de estados individuales, el ser está siempre revestido de una forma, aunque
no podría dar lugar a ninguna
representación espacial más o menos modelada sobre la de la forma corporal);
quien dice transmigración
dice esencialmente cambio de estado. Esto es lo que enseñan todas las
doctrinas tradicionales de oriente,
y tenemos múltiples razones para pensar que esta enseñanza era también la de
los "misterios" de la
antigüedad; incluso en doctrinas heterodoxas tales como el Budismo no se
trata de otra cosa, a pesar de
la interpretación reencarnacionista que hoy en día tiene curso entre los
europeos. Precisamente la
verdadera doctrina de la transmigración, entendida según el sentido ofrecido
por la metafísica pura, es lo
que permite rechazar de forma absoluta y definitiva la idea de la
reencarnación; es más: tal refutación
sólo es posible en este terreno. Hemos demostrado que la reencarnación es
una pura y simple
imposibilidad; debe quedar claro que un mismo ser no puede tener dos
existencias en el mundo corporal,
considerando este mundo en toda su extensión: poco importa que sea sobre la
tierra o sobre cualquier
otro astro (18); poco importa además que sea en tanto que ser humano o,
según las falsas concepciones
de la metempsicosis, bajo cualquier otra forma, animal, vegetal o incluso
mineral. Añadiremos todavía
esto: poco importa que se trate de existencias sucesivas o simultáneas, pues
algunos han supuesto la
estrafalaria idea de una pluralidad de vidas desarrollándose al mismo
tiempo, para un mismo ser, en
diversos lugares, posiblemente en planetas diferentes; esto nos remite de
nuevo a los socialistas de 1848,
pues parece haber sido Blanqui el primero en imaginar una repetición
simultánea e indefinida, en el
espacio, de individuos supuestamente idénticos (19). Algunos ocultistas
pretenden que el individuo
humano puede tener numerosos "cuerpos físicos", como ellos dicen, viviendo
al mismo tiempo en
diferentes planetas; y llegan incluso a afirmar que, si alguien sueña con su
muerte, ello significa que, en
muchos casos, en ese mismo instante, efectivamente ha muerto en otro
planeta. Esto podría parecer
increíble si no lo hubiéramos oído personal-mente; pero en el siguiente
capítulo se verán otras historias
tan extrañas como ésta. Debemos agregar que la demostración válida contra
todas las teorías
reencarnacionistas, sea cual sea la forma que adopten, se aplica igualmente
y al mismo titulo a ciertas
concepciones de aspecto más propiamente filosófico, como la idea del "eterno
retorno" de Nietzsche, y,
en definitiva, a todo lo que suponga en el Universo una repetición
cualquiera.
No podemos intentar exponer aquí, con todos los desarrollos que implica, la
teoría metafísica de los
estados múltiples del ser; no obstante, tenemos intención de dedicarle,
cuando sea posible, uno o varios
estudios especiales. Pero al menos podemos indicar el fundamento de dicha
teoría, que es al mismo
tiempo el principio de la demostración de que aquí se trata, y que es el
siguiente: la Posibilidad universal
y total es necesariamente infinita y no puede ser concebida de otro modo,
pues, comprendiéndolo todo y
no dejando nada fuera de sí, no puede ser limitada absolutamente por nada;
una limitación de la
Posibilidad universal, debiendo serle exterior, es propia y literalmente una
imposibilidad, es decir, una
pura nada. Ahora bien, suponer una repetición en el seno de la Posibilidad
universal, como se hace al
admitir que existen dos posibilidades particulares idénticas, es suponer una
limitación, ya que lo infinito
excluye toda repetición: sólo en el interior de un conjunto finito es
posible regresar dos veces a un
mismo elemento, y aún este elemento no sería rigurosamente el mismo más que
a condición de que este
conjunto forme un sistema cerrado, condición que jamás se realiza
efectivamente. Desde el momento en
que el Universo es verdaderamente un todo, o mejor dicho el Todo absoluto,
no puede existir en parte
alguna un ciclo cerrado: dos posibilidades idénticas no serían sino una sola
y misma posibilidad; para
que verdaderamente sean dos, es necesario que difieran al menos en una
condición, y en tal caso no son
idénticas. Jamás puede nada volver al mismo punto, y ello incluso en un
conjunto que es solamente
indefinido (y no ya infinito), como el mundo corporal: mientras se traza un
círculo se efectúa un
desplazamiento, de modo que el círculo no se cierra sino de forma ilusoria.
Esto es una simple analogía,
pero puede servir para ayudar a comprender que, "a fortiori", en la
existencia universal, el retorno a un
mismo estado es una imposibilidad: en la Posibilidad total, esas
posibilidades particulares que son los
estados de existencia condicionados son necesariamente en multiplicidad
indefinida; negar esto es
pretender limitar la Posibilidad; es preciso entonces admitirlo, so pena de
contradicción, y ello basta para
que ningún ser pueda pasar dos veces por el mismo estado. Como se ve, esta
demostración es
extremadamen-te simple en si misma, y, si a algunos les cuesta comprenderla,
ello es debido a su
carencia de los más elementales conocimientos metafísicos; para éstos, una
exposición más detallada
sería quizá necesaria, pero les rogamos sepan esperar a que encontremos la
ocasión de exponer
integralmente la teoría de los estados múltiples; pueden estar seguros, en
todo caso, de que esta
demostración, tal como acabamos de formularla en lo que tiene de esencial,
no deja nada que desear bajo
el aspecto del rigor. En cuanto a quienes imaginan que, rechazando la
reencarna-ción, corremos el riesgo
de limitar de otra forma la Posibilidad universal, simplemente les
responderemos que lo que rechazamos
es una imposibilidad, que no es nada, y que no aumentaría la suma de
posibilidades más que de un modo
absolutamente ilusorio, al no ser sino un puro cero; no se limita la
Posibilidad negando un absurdo
cualquiera, por ejemplo, diciendo que no puede existir un cuadrado redondo,
o que, de entre todos los
mundos posibles, no puede haber ninguno en el que dos más dos sumen cinco;
el caso es exactamente el
mismo. Hay personas que se crean, en este orden de ideas, extraños
escrúpulos: por ejemplo, Descartes,
que atribuye a Dios la "libertad de indiferencia", por temor a limitar la
omnipotencia divina (expresión
teológica de la Posibilidad universal), sin percatarse de que esta "libertad
de indiferencia", o la elección
en ausencia de toda razón, implica condiciones contradictorias; diremos,
empleando su lenguaje, que un
absurdo no es tal porque Dios lo haya querido arbitrariamente, sino que, por
el contrario, porque es un
absurdo, Dios no puede hacer cualquier cosa, sin que no obstante ello
implique la menor ofensa a su
omnipotencia, al ser sinónimos absurdo e imposibilidad.
Volviendo a los estados múltiples del ser, señalaremos, pues ello es
esencial, que tales estados pueden
ser concebidos como simultáneos o como sucesivos, e incluso, en términos
generales, no se puede
admitir la sucesión más que a titulo de representación simbólica, puesto que
el tiempo no es sino una
condición propia de uno de esos estados, y la duración, bajo un modo
cualquiera, no puede ser atribuida
más que a algunos de ellos; si se quiere hablar de sucesión, hay que tener
cuidado en precisar que no
puede ser sino en sentido lógico, y no cronológico. Por esta sucesión lógica
entendemos que existe un
encadenamiento causal entre los diversos estados; pero la relación misma de
causalidad, tomada en su
verdadero significado (y no según la acepción "empirista" de algunos lógicos
modernos), implica
precisamente la simultaneidad o la coexistencia de sus términos. Además, es
oportuno precisar que
incluso el estado individual humano, que está sometido a la condición
temporal, puede no obstante
presentar una multiplicidad simultánea de estados secundarios: el ser humano
no puede tener numerosos
cuerpos, pero, aparte de la modalidad corporal y al mismo tiempo que ésta,
puede poseer otras
modalidades en las cuales se desarrollen algunas de las posibilidades que
lleva implicadas. Esto nos
conduce a señalar una concepción muy estrechamente vinculada a la de la
reencarnación, y que cuenta
también con numerosos partidarios entre los "neo-espiritualistas": según
esta concepción, cada ser
debería, en el curso de su evolución (pues quienes sostienen tales ideas son
siempre, de una forma u otra,
evolucionistas), pasar sucesivamente por todas las formas de vida,
terrestres y no terrestres. Tal teoría no
expresa más que una imposibilidad manifiesta, por la simple razón de que
existen indefinidas formas
vivas por las cuales jamás podrá pasar un ser cualquiera, siendo éstas todas
aquellas que están ocupadas
por los demás seres. Por otra parte, incluso aunque un ser haya recorrido
sucesivamente indefinidas
posibilidades particulares, y en un dominio mucho más extenso que el de las
"formas de vida", no estaría
por ello más avanzado con respecto al término final, que no podría ser de
este modo alcanzado;
volveremos sobre ello cuando hablemos más especialmente del evolucionismo
espiritista. Por el
momento, señalaremos únicamente esto: el mundo corporal al completo, en el
despliegue integral de
todas las posibilidades que contiene, no representa más que una parte del
dominio de manifestación de
un sólo estado; tal estado implica entonces, "a fortiori", la potencialidad
correspondiente a todas las
modalidades de la vida terrestre, que es una porción muy restringida del
mundo corporal. Esto hace
perfectamente inútil (incluso aunque su imposibilidad no pudiera probarse de
otro modo) la suposición
de una multiplicidad de existencias a través de las cuales el ser se
elevaría progresiva-mente de la
modalidad más inferior, el mineral, hasta la modalidad humana, considerada
como la superior, pasando
sucesivamente por el vegetal y el animal, con toda la multiplicidad de
grados comprendidos en cada uno
de estos reinos; en efecto, hay quienes afirman tales hipótesis, y solamente
rechazan la posibilidad de
una vuelta hacia atrás. En realidad, el individuo, en su extensión integral,
contiene simultáneamente las
posibilidades que corresponden a todos los grados de que se trata (y quede
claro que no decimos que los
contiene corporalmente); esta simultaneidad no se traduce en sucesión
temporal más que en el desarrollo
de su única modalidad corporal, en el curso de la cual, como demuestra la
embriología, pasa
efectivamente por todos los estadios correspondientes, desde la forma
unicelular de los seres
organizados más rudimentarios, e incluso, remontándonos aún más, desde el
cristal, hasta la forma
humana terrestre. Aprovecharemos para decir, desde ahora, que este
desarrollo embriológico,
contrariamente a la opinión común, no es en absoluto una prueba de la teoría
"transformista"; ésta no es
menos falsa que todas las restantes formas del evolucionismo, e incluso es
la más grosera de todas; pero
tendremos ocasión de volver sobre este punto. Lo que ante todo es preciso
recordar es que el punto de
vista de la sucesión es esencialmente relativo, y, por lo demás, incluso en
la medida restringida en que es
legítimamente aplicable, pierde casi todo su interés por la simple
observación de que el germen, antes de
todo desarrollo, contiene ya en potencia al ser completo (enseguida veremos
la importancia de esto); en
todo caso, este punto de vista debe siempre quedar subordinado al de la
simultaneidad, tal como exige el
carácter puramente metafísico, luego extra-temporal (aunque no
extra-espacial, al no suponer la
coexistencia necesariamente el espacio), de la teoría de los estados
múltiples del ser (20).
Añadiremos todavía que, a pesar de las pretensiones de los espiritistas y
sobre todo de los ocultistas, no
hay en la naturaleza ninguna analogía en favor de la reencarnación, mientras
que, en cambio, se
encuentran numerosas en sentido contrario. Este punto hay sido puesto en
evidencia en las enseñanzas
de la H. B. of L., tal como hemos señalado anteriormente, que era
formalmente anti-reencarnacionista;
creemos que puede ser interesante citar aquí algunos pasajes de estas
enseñanzas, que demuestran que
dicha escuela poseía al menos algún conocimiento de la verdadera
transmigración, así como de ciertas
leyes cíclicas: "Es una verdad absoluta la que expresa el adepto autor de
Ghostland, cuando dice que, en
tanto que ser impersonal, el hombre vive en una indefinidad de mundos antes
de llegar a éste... Cuando
el gran estado de conciencia, cumbre de la serie de las manifestaciones
materiales, es alcanzado, jamás
volverá el alma a entrar en la matriz de la materia, no sufrirá la
encarnación material; desde entonces,
sus renacimientos se darán en el reino del espíritu. Es seguro que quienes
sostienen la teoría
extrañamente ilógica de la multiplicidad de los nacimientos humanos jamás
han desarrollado en si
mismos el estado lúcido de conciencia espiritual; de otro modo, la teoría de
la reencarnación, afirmada y
sostenida hoy en día por muchos hombres y mujeres versados en la "sabiduría
mundana", no tendría el
menor crédito. Una educación exterior es relativamente ineficaz como medio
para obtener el verdadero
conocimiento... la bellota se hace roble, la nuez de coco, palmera; pero por
muchas minadas de frutos
que dé el roble, jamás se volverá bellota él mismo, ni tampoco la palmera
volverá a ser nuez. Al igual
para el hombre; desde el instante en que el alma se ha manifestado en el
plano humano, y ha alcanzado
así la conciencia de la vida exterior, nunca volverá a pasar por ninguno de
sus estados rudimentarios...
Todos los pretendidos "despertares de recuerdos" latentes, por los cuales
algunas personas aseguran
recordar sus existencias pasadas, pueden explicarse, e incluso sólo pueden
explicarse por las simples
leyes de la afinidad y de la forma. Cada raza humana, considerada en sí
misma, es inmortal; lo mismo
ocurre con cada ciclo: jamás el primer ciclo se convierte en el segundo,
pero los seres del primer ciclo
son (espiritualmente) los padres, o los generadores (21), de los del segundo
ciclo. De esta forma, cada
ciclo comprende una gran familia constituida por la reunión de diversas
agrupaciones de almas humanas,
y cada condición está determinada por las leyes de su actividad, de su forma
y de su afinidad: una
trinidad de leyes... Es del modo siguiente como el hombre puede ser
comparado a la bellota y a la nuez:
el alma embrionaria, no individualizada, se hace hombre al igual que la
bellota se hace roble, y
exactamente a como el roble da nacimiento a una innumerable cantidad de
bellotas, el hombre ofrece a
su vez a una indefinidad de almas los medios para nacer en el mundo
espiritual. Existe una completa
correspondencia entre los dos, y debido a ello los antiguos druidas rendían
tan grandes honores a este
árbol, que era honrado por encima de todos los demás por los poderosos
hierofantes". He aquí una
indicación de lo que significa la "posteridad" entendida en sentido
puramente espiritual; no es éste el
lugar de decir más acerca de tal punto, así como tampoco de las leyes
cíclicas con las cuales se vincula;
quizá tratemos algún día estas cuestiones, si encontramos el medio de
hacerlo en términos suficientemente
inteligibles, pues existen aquí dificultades especialmente inherentes a la
imperfección de las
lenguas occidentales.
Lamentablemente, la H. B. of L. admitía la posibilidad de la reencarnación
en ciertos casos
excepcionales, como el de los niños mortinatos o muertos con poca edad, y el
de los idiotas de
nacimiento (22); en otro lugar hemos señalado que Mme. Blavatsky había
admitido este punto de vista
en la época en que escribió Isis Dévoilée (23). En realidad, desde el
momento en que se trata de una
imposibili-dad metafísica, no podría haber la menor excepción: basta con que
un ser haya pasado por
cierto estado, aunque no sea más que bajo una forma embrionaria, o incluso
bajo la forma de un simple
germen, para que en ningún caso pueda volver a ese estado, del cual ha
efectuado así las posibilidades
según la medida implícita en su propia naturaleza; si el desarrollo de estas
posibilidades parece para él
haber sido detenido en un cierto punto, es que no necesitaba llegar muy
lejos en cuanto a su modalidad
corporal, y el hecho de considerar exclusivamente ese estado es aquí la
causa del error, pues no se tienen
en cuenta todas las posibilidades que, para ese mismo ser, pueden
desarrollarse en otras modalidades del
mismo estado; si pudieran tenerse en cuenta, se vería que la reencarnación,
incluso en casos como los
mencionados, es absolutamente inútil, lo cual por otra parte puede admitirse
cuando se sabe que es
imposible, y que todo lo que hay concurre, sean cuales sean las apariencias,
a la armonía total del
Universo. Este tema es análogo al de las comunicaciones espiritistas: en
ambos casos se trata de
imposibilidades; decir que pueden haber excepciones sería tan ilógico como
decir, por ejemplo, que
puede existir un número limitado de casos en los que, en el espacio
euclidiano, la suma de tres ángulos
de un triángulo no equivalga a dos ángulos rectos; lo que es absurdo lo es
de un modo absoluto, y no
solamente "en general". Por lo demás, si se comienzan a admitir excepciones,
no vemos muy bien cómo
podría asignárseles un límite preciso: ¿cómo podría determinarse la edad a
partir de la cual un niño, si
acaba de morir, ya no tendrá necesidad de reencarnarse, o el grado que debe
alcanzar la debilidad mental
para exigir una reencarnación? Evidentemente, nada podría ser más
arbitrario, y podemos dar la razón a
Papus cuando dice que "si se rechaza esta teoría, no deben admitirse
excepciones, pues de lo contrario se
abre una brecha a través de la cual todo puede pasar" (24).
Esta observación, en el pensamiento de su autor, se dirige sobre todo a
algunos escritores que han creído
que la reencarnación, en ciertos casos particulares, era conciliable con la
doctrina católica: el conde de
Larmandie, especialmente, ha pretendido que ésta podía ser admitida para los
niños muertos sin bautizar
(25). Es muy cierto que algunos textos, como los del cuarto concilio de
Constantinopla, a los que a veces
se ha creído poder invocar contra la reencarnación, en realidad no se
adaptan bien para ello; pero esto no
significa un triunfo para los ocultistas, pues simplemente se debe a que en
esa época la reencarnación ni
siquiera había sido aún imaginada. Se trata aquí de una opinión de Orígenes,
según la cual la vida
corporal sería un castigo para las almas que, "preexistiendo en tanto que
potencias celestiales, se habrían
saciado de contempla-ción divina"; como se ve, no es cuestión aquí de otra
vida corporal anterior, sino
de una existencia en el mundo inteligible en sentido platónico, lo que no
tiene relación alguna con la
reencarnación. Apenas se entiende que Papus haya podido escribir que "la
opinión del concilio indica
que la reencarnación formaba parte de la enseñanza, y si había quienes
voluntariamente volvían a
reencarnar, no por hastío del Cielo, sino por amor al prójimo, el anatema no
podía
afectarles" (imaginaba entonces que el anatema iba dirigido contra "aquel
que proclamara haber vuelto a
la tierra por hastio del Cielo"); y sobre esto se apoya para afirmar que "la
idea de la reencarnación
formaba parte de las enseñanzas secretas de la Iglesia" (26). A propósito de
la doctrina católica,
debemos mencionar una aserción verdaderamente extraordinaria de los
espiritistas: Allan Kardec afirma
que "el dogma de la resurrección de la carne es la consagración del de la
reencarnación enseñada por los
espíritus", y que "así, la Iglesia, con el dogma de la resurrección de la
carne, enseña la doctrina de la
reencarnación"; o si no presenta estas proposiciones en forma interrogativa,
y es el "espíritu" de San
Luis quien le responde que "ello es evidente", añadiendo que "dentro de poco
se reconocerá que el
espiritismo surge a cada paso del texto de las sagradas Escrituras" (27).
Aún mas asombroso es que un
sacerdote católico, aunque más o menos sospechoso de heterodoxia, pueda
aceptar y sostener semejante
opinión: se trata del padre J. A. Petit, de la diócesis de Beauvais,
emparentado con la duquesa de Pomar,
quien ha escrito las siguientes líneas: "La reencarnación ha sido admitida
en la mayoría de los pueblos
antiguos... Cristo también la admitía. Si no se la encuentra expresamente
enseñada por los apóstoles es
porque los fieles debían antes poseer las cualidades morales que les
permitieran su comprensión... Más
tarde, cuando los grandes jefes y sus discípulos hubieron desaparecido, y la
enseñanza cristiana,
presionada por los intereses humanos, quedó petrificada en un árido símbolo,
no quedó, como vestigio
del pasado, más que la resurrección de la carne, o en la carne, que, tomada
en el sentido estrecho de la
palabra, hizo creer en el gigantesco error de la resurrección de los cuerpos
muertos" (28). No queremos
hacer ningún comentario al respecto, pues tales interpretaciones son de
aquellas que no pueden ser
tomadas en serio por ningún espíritu no predispuesto; pero la transformación
de la "resurrección de la
carne" en "resurrección en la carne" es una de esas pequeñas habilidades que
ponen en duda la buena fe
de su autor.
Antes de abandonar el tema, diremos todavía algunas palabras acerca de los
textos evangélicos
invocados por espiritistas y ocultistas en favor de la reencarna-ción; Allan
Kardec indica dos (29), de los
cuales el primero es el siguiente, que sigue al relato de la
transfiguración: "Cuando bajaban del monte,
Jesús les ordenó: No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo
del hombre haya resucitado de
entre los muertos. Sus discípulos le preguntaron entonces: ¿Por qué, pues,
dicen los escribas que Elías
debe venir primero? Pero Jesús les respondió: Ciertamente, Elías ha de venir
a restaurarlo todo. Pero yo
os digo, sin embargo, que Elías ya vino, aunque no le reconocieron, sino que
le hicieron sufrir cuanto
quisieron. Así también ellos el Hijo del hombre tenrá que padecer de parte
de ellos. Entonces los
discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista" (30). Y Allan
Kardec añade: "Puesto que
Juan el Bautista era Elías, hubo entonces reencarnación del espíritu o del
alma de Elías en el cuerpo de
Juan el Bautista". Papus, a su vez, dice igualmente: "En principio, los
Evangelios afirman sin ambages
que Juan el Bautista es Elías reencarnado. Esto era un misterio. Interrogado
sobre ello, Juan el Bautista
calla, pero los demás lo saben. También está la parábola del ciego de
nacimiento castigado por sus
pecados anteriores, la cual invita a la refiexión" (31). En primer lugar,
nada se dice en el texto acerca de
manera en que "Elías ya vino"; y, si se piensa que Elías no murió en el
sentido ordinario de la palabra,
parece al menos difícil que sea mediante la reencarnación; además, ¿por qué
Elías, en la transfiguración,
no se manifestó con los rasgos de Juan el Bautista? (32) Después,
interrogado Juan el Bautista, no calla
en absoluto, como pretende Papus. Por el contrario, él niega formalmente: "Y
le preguntaron: ¿Qué,
pues? ¿Eres tú Elías? El dijo: No lo soy" (33). Si se afirma que ello
solamente prueba que no recodaba
su existencia anterior, responderemos que hay otro texto mucho más explícito
aún; es aquél en el que el
ángel Gabriel, anunciando a Zacarías el nacimiento de su hijo, declara: "irá
delante del Señor con el
espíritu y la virtud de Elías, para hacer volver los corazones de los padres
a los hijos, y a los rebeldes a
la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien
dispuesto"(34). Más claramente no
podría indicarse que Juan el Bautista no era Elías en persona, sino que sólo
pertenecía, si puede así ser
expresado, a su "familia espiritual"; es de esta forma, y no literalmente,
como debe entenderse la
"llegada de Elias" En cuanto a la historia del ciego de nacimiento, Allan
Kardec no la menciona, y Papus
apenas parece conocerla, puesto que toma por una parábola lo que es el
relato de una curación
milagrosa; he aquí el texto exacto: "Cuando pasó Jesús, vio a un hombre
ciego de nacimiento; y le
preguntaron sus discípulos: Maestro, ¿quién pecó, él o sus padres, para que
haya nacido ciego?
Respondió Jesús: Ni él pecó ni sus padres; es a fin de que las obras de la
potencia de Dios se manifiesten
en él" (35). Ese hombre no había sido "castigado por sus pecados", aunque
hubiera podido serlo, a
condición de modificar el texto añadiéndole una palabra que no se halla en
él: "por sus pecados
anteriores"; si no fuera por la ignorancia que demuestra Papus, se podría
estar tentado de acusarle de
mala fe. Es posible que la ceguera de aquél le hubiera sido infligida como
sanción anticipada por los
pecados que posterior-mente cometería; esta interpretación no puede ser
desechada sino por quienes
llevan a tal punto su antropomorfismo que llegan a querer someter a Dios a
la condición temporal. Por
último, el segundo texto citado por Allan Kardec no es otro que la
conversación entre Jesús y Nicodemo;
para descartar las pretensiones de los reencarnacionistas a este respecto,
podemos reproducir el pasaje
esencial: "Si un hombre no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios
(...) En verdad te digo: el que
no renazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo
nacido de la carne es carne; lo
nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho:
tenéis que nacer de nuevo" (36). Se
precisa una ignorancia tan prodigiosa como la de los espiritistas para creer
que puede tratarse aquí de la
reencarnación, cuando en realidad se trata del "segundo nacimiento",
entendido en un sentido puramente
espiritual, e incluso claramente opuesto al nacimiento corporal; esta
concepción del "segundo
nacimiento", sobre la cual no insistiremos por ahora, es común a todas las
doctrinas tradicionales, entre
las cuales ninguna hay, a pesar de las afirmaciones de los
"neo-espiritualistas", que haya enseñado nunca
nada que se parezca en lo más mínimo a la reencarnación.
NOTAS
1. Esta salvedad se refiere al cap. anterior: la comunicación con los
muertos (n. del t.).
2. Les Lumieres et les Ombres du Spiritualisme, pp. 118-141.
3. Le Livre des Esprits, pp. 75 y 96.
4. Le Théosophisme, Pp. 88-90.
5. Traité méthodique de Science occulte, pp. 296-297.
6. Ibid., p. 341.
7. La Réincarnation, pp. 42-43.
8. Le Livre des Esprits, Pp. 102-103.
9. Aprés la mort, pp. 164-166.
10. Traité méthodique de Science occulte, p. 167.
11. La Réincarnation, pp. 113 y 118.
12. Le Livre des Esprits, p. 75.
13. Cabría mencionar también las concepciones de algunos cabalistas,
designadas con los nombres de
"revolución de las almas" y de "embrionato"; pero no hablaremos aquí de
ello, porque nos alejaríamos
demasiado de la cuestión; por otra parte, estas concepciones no tienen sino
un alcance muy restringido,
pues hacen intervenir condiciones que, por extraño que pueda parecer, son
totalmente especiales del
pueblo de Israel.
NUEVATLANTIDA
Revista esotérica, libre e independiente.
Conocimiento oculto.
Bajate ya el Nº8 desde la web:
http://www.nuevatlantida.com
----------------------------
-~--------------------------------------------------------------------~-
-~--------------------------------------------------------------------~-
Compra o vende de manera diferente en www.egrupos.net
|