Asunto: | [RedLuz] Nexus Institut | Fecha: | Jueves, 26 de Noviembre, 2009 21:26:10 (-0600) | Autor: | Red de Consciencia <lacasadelared @.....com>
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ENERO DE 2009
Rob Riemen
  
El Nexus Institut de Tilburg, Holanda, es probablemente el think tank
m¡s serio y activo de Europa. Por sus aulas y salones de conferencias
han pasado, entre otros, Mark Lilla, Roberto Calasso, Leszek
Kolakowski, Avishai Margalit, Ian Buruma, J.M. Coetzee, George Steiner
y Mario Vargas Llosa. El pasado mes de noviembre su director, el
filósofo e intelectual holandés Rob Riemen, estuvo en México, invitado
por la editorial El Equilibrista, para presentar su libro Nobleza de espíritu,
un alegato, de la mano de Thomas Mann, a favor de la cultura humanista
en Europa y contra sus enemigos, tanto abiertos como enmascarados. La
presente conversación tuvo lugar en su suite del hotel Four Seasons de
Paseo de la Reforma, espejo ligeramente distorsionado de la realidad
nacional.
●
El siglo XX es el siglo de la “traición de los intelectuales”.
Creo que tu libro es un alegato sobre el papel que los intelectuales
deben tener en el mundo moderno. Querría empezar con una pregunta como
de abogado del diablo. En tu libro dices que la esencia del trabajo
intelectual es el amor al lenguaje, que equivale al amor a la verdad;
¿cómo juzgar en ese sentido a Céline y Drieu La Rochelle, por un lado,
y por otro a Aragon y Neruda? ¿No hicieron grandes obras artísticas
independientemente de que traicionaran la verdad? ¿Cómo juzgas este
legado?
Es una excelente pregunta. Creo que debemos tomar en cuenta lo
siguiente: es cierto que hago la conexión entre lenguaje y verdad, y
afirmo que el lenguaje poético en su m¡s alta forma ofrece o presenta
cierta verdad, cierto significado. Este es un fenómeno quintaesencial,
es decir: si el lenguaje ya no representa el significado, estamos
perdidos. Si el lenguaje en su peor forma es sólo caparazón, charla
vacía en torno a nada, entonces perdemos la comprensión profunda del
significado de las palabras. Ahora bien, tu pregunta es qué hacer con
esos escritores, esas personas con el don de la palabra, que usan el
lenguaje para presentar un mundo determinado y cuya empresa resulta
hasta cierto punto inútil. Tienes toda la razón: Céline escribió
grandes novelas. Pero una de las cosas que descubrió Thomas Mann, y esa
fue su primera reacción ante la politización de la inteligencia, es que
en el arte est¡ presente el demonio de la mentira. Hablamos de Céline
pero también podríamos hablar de Dostoievski, cuyas opiniones políticas
eran, dig¡moslo así, horribles; no creo que a ninguno de nosotros le
hubiera gustado vivir en el mundo político de Dostoievski, y sin
embargo es uno de los grandes novelistas de la historia.
A caballo entre el nihilismo y la religión.
En efecto, pero debemos aceptar que hay una diferencia fundamental
entre la creación incesante de mentiras –no mentiras en la acepción
moral, sino mediante el uso de un lenguaje sin sentido, como hacen los
medios masivos de comunicación, que vacían las palabras de significado–
y esa franja del mundo del arte que nos presenta los rincones m¡s
oscuros del alma humana. Céline dio un paso m¡s all¡, sacó conclusiones
políticas de diversos asuntos, al igual que Drieu La Rochelle, pero
ambos dirían que deberíamos apreciarlos por indagar en el lado oscuro
del hombre, y estarían en todo su derecho. Thomas Mann también lo
señaló: necesitamos el modo en que Tolstói creyó en las cosas m¡s
bellas y nobles, pero necesitamos también al poeta enfermo que nos
puede presentar el rostro demoniaco de nuestra naturaleza. Wagner es
otro ejemplo perfecto. Mi tesis, así, es que la verdad puede ser
también una verdad oscura, la verdad puede ayudarnos a aclarar la
oscuridad de nuestra condición. En este aspecto, artistas como
Dostoievski o Wagner tuvieron un papel central.
Es como si el mundo del arte tuviera una lógica propia, distinta a la de la razón.
Por supuesto: para eso existe el arte. Hay una famosa frase de
Wittgenstein que me gusta citar: “Sentimos que, aun cuando todas las
posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros
problemas vitales todavía no se habr¡n rozado en lo m¡s mínimo.” Esa es
la razón: lo sabían Wittgenstein y Pascal, Thomas Mann y Joseph
Brodsky. La razón es esencial, aunque es sólo una parte de la vida.
Pero nos referíamos a los artistas con los que no coincidimos políticamente porque se volvieron un instrumento de la ideología: ese filón no tiene por qué hablar de la calidad del arte que produjeron.
Es como si el problema no radicara en la creación del arte en sí
mismo, sino en el papel público que el artista tiene en la sociedad.
Quiero decir: Céline escribió novelas que nos muestran el lado oscuro
del alma humana y que tienen una gran importancia, pero el papel que
adoptó al apoyar al partido nazi es execrable.
Ese es uno de los motivos por los que, en una parte de mi libro,
coincido por completo con Thomas Mann en términos del papel que
representan los intelectuales. Mann descubrió que los intelectuales sí
tenemos una responsabilidad con la sociedad, que debemos estar
enterados e informados de lo que ocurre en el mundo de la política y de
lo que publica la prensa. No podemos desatenderlo, no podemos decir:
“Eso es sólo para políticos, yo quiero seguir leyendo grandes novelas.”
Tenemos, insisto, una responsabilidad. Pero hay una diferencia
fundamental entre aceptar que debemos atender lo que sucede a nuestro
alrededor y volvernos sus críticos en el sentido griego de la palabra.
Debemos ser capaces de hacer distinciones y señalar desde nuestra
distancia: “De acuerdo, el señor presidente puede decir esto y lo otro,
pero es una mentira; quiz¡ no hay nada que hacer, pero est¡ mintiendo”,
en lugar de volvernos parte del sistema político. No estoy criticando
la política: el hecho de ser un político conlleva un gran honor pero es
un papel distinto. Y cuando los intelectuales se convierten en
ideólogos o políticos, renuncian a su devoción por la verdad a favor
del juego del poder.
Esa es la enseñanza central del siglo XX: los intelectuales
cometieron un terrible error al convertirse en ideólogos. Aunque,
claro, no todos: tenemos, por ejemplo, a Camus y a Orwell.
Así es, aunque Camus tuvo su gran momento cuando abandonó la
política. Mi problema con buena parte del mundo de los intelectuales –y
por eso inventé la figura del sacerdote fascista– es que algunos han
creado sus propias capillas con un evangelio propio que predican
constantemente, y si no eres parte de ese evangelio o no crees en él te
conviertes en un hereje que debe ser fusilado o crucificado. Y esto
ocurre en la derecha, en la izquierda, por doquier. Ahora bien, como
Camus anota en El hombre rebelde, la esencia de toda sociedad
civilizada es el arte de la conversación, pero por desgracia nos hemos
deslizado hacia una sociedad donde sólo hay gritos e insultos: basta
encender la televisión para constatarlo. Cada vez hay menos lugares en
el ¡mbito intelectual donde la gente puede tener un desacuerdo profundo
y a la vez respetuoso.
Los propios intelectuales han renunciado a la polémica razonada
sobre ideas disímiles, al hecho de que la mejor idea es la que debe
prevalecer, y para saber cu¡l es la mejor hay que confrontar diversas
ideas, una cuestión que ya había planteado John Stuart Mill y que se
relaciona con la traición de los intelectuales: nos sentimos tan
relegados a una esquina que cultivamos una especie de resentimiento.
Hay varios hechos obvios: para empezar, la época de Alexis de
Tocqueville y Chateaubriand ha terminado. En un escenario político
diferente podríamos tener ese tipo de intelectual consagrado únicamente
a generar ideas, pero en la democracia resulta mucho m¡s difícil.
Amigos como Michael Ignatieff, Mario Vargas Llosa, Jorge Semprún y Luc
Ferry, entre otros, han caído en la tentación de la política por
diversos motivos. Pero, como ya dije, la política es un arte distinto:
los intelectuales en general no poseen esa habilidad. El intelectual
debe estar comprometido con el mundo de la política pero sólo como
intelectual: si desea representar el papel que le atañe, si desea ser
eficaz e incluso influyente, debe permanecer fuera de la política.
Quiero seguir como abogado del diablo. En tu libro hay una
explícita y emocionante defensa de Sócrates, pero hay que tomar en
cuenta que la Atenas de Pericles estaba en guerra y en peligro. ¿No es
justamente el papel que tuvieron ciertos intelectuales contempor¡neos
en el 11-S, cuando, pese al peligro que enfrentaba Estados Unidos,
siguieron critic¡ndolo?
No creo que haya conexión alguna entre Sócrates y nuestros colegas
intelectuales. En mi opinión –bueno, no sólo es mi opinión: la vimos
también en Le Monde, en London Review of Books, en todas
partes–, era innecesario hallar una justificación a la matanza de tres
mil personas inocentes. Es decir: Sócrates nunca justificó un solo
asesinato, su único compromiso era con la verdad y estuvo dispuesto a
morir por ella. Esto es muy distinto al intelectual que est¡ sentado
cómodamente en su escritorio, sin ninguna responsabilidad y sin correr
riesgo alguno, y se dedica a escribir cosas estúpidas como: “Quiz¡ no
es muy bonito matar a tres mil personas, pero uno debe comprender que
bla, bla, bla.” De modo que, insisto, no hay relación alguna entre
Sócrates y los intelectuales contempor¡neos. Al contrario: Sócrates
criticó su propia sociedad porque esta perdía terreno y ya no tenía
interés en la verdad y pasaba el tiempo dedicada a asuntos triviales
como ganar dinero; esto fue lo que dijo cuando tuvo que defenderse. Lo
que nuestros colegas intelectuales argumentan hasta el cansancio es un
error terrible; no se puede hacer una crítica legítima, absolutamente
esencial y necesaria de lo que ocurre hoy en Occidente sin tomar en
cuenta un factor de mucho mayor peso: la diferencia moral entre el bien
y el mal.
Escribí el “Preludio” de Nobleza de espíritu porque la
Universidad de Yale aceptó mi libro, entonces quería narrar una
historia muy personal, de mi estancia en Nueva York poco después del
11-S. Tu trabajo, el mío, el de nuestros colegas, se basa en un
principio de fe: la cultura es importante. Importa que la gente lea
libros, oiga música, piense, vaya a la ópera o al teatro: la cultura es
fundamental. Ahora bien, ¿cómo podemos seguir viviendo de acuerdo con
este principio si varios de los m¡s grandes intelectuales –Susan
Sontag, Norman Mailer, Dario Fo–, que son extremadamente agudos y han
leído una cantidad de libros que ni tú ni yo leeremos jam¡s, y conocen
a Bach y Schubert de memoria, son incapaces de hacer la m¡s simple
distinción entre el bien y el mal? Es eso por lo que la gente se
pregunta: ¿por qué me debe importar la cultura? ¿Por qué debo escuchar
a los intelectuales?
Digamos que los intelectuales afectan los cimientos de nuestra civilización en la medida en que no la defienden.
Sin duda. Lo que quiero decir es esto: Sócrates consagró toda su vida a defender cuestiones y verdades morales por excelencia.
¿Defenderlas de quiénes?
De los políticos, por supuesto. Como expliqué, la política es
siempre y por definición una reducción de la realidad, sea de derecha o
izquierda. Así, ¿qué pasa cuando un intelectual se transforma en un
ente político? Adquiere una visión maniquea de quiénes son los buenos y
quiénes los malos –los buenos son por lo general de izquierda, los
malos de derecha, etcétera– e intenta justificar algo que siempre ser¡
injustificable. Aquí est¡ el meollo de la democracia civilizada. Mi
padre fue líder sindical, así que sé un poco de lo que hablo: esa gente
luchó su vida entera por cambiar nuestra sociedad, por los derechos
humanos, sin recurrir a la violencia. Digan lo que digan, hoy vivimos
en una democracia libre... Pero volvamos al punto: el intelectual
convertido en político corre el riesgo de no cumplir con la función que
le atañe, intenta justificar lo injustificable y –lo peor de todo– est¡
minando la quintaesencia de nuestra labor: tratar de dar a la gente los
instrumentos del mundo de la cultura para enriquecer sus vidas.
Para redondear el retrato de esta traición, yo diría que estos
intelectuales viven adem¡s disfrutando de las libertades que no
defienden y con todas las comodidades, con un público que les festeja
sus tonterías. Gabriel Zaid tiene un apotegma que dice: “México es un
país donde el radicalismo aumenta con los ingresos.”
Eso sucede en todas partes, y quiz¡ esa fue la razón principal que me llevó a escribir Nobleza de espíritu.
Luego del 11-S, pensé que tal vez habíamos llegado al fin de la llamada
vida intelectual: no creo que sea difícil entender que matar a tres mil
personas inocentes es un acto de maldad absoluta. Al cabo de leer
varios libros estúpidos que no podían asumir algo tan sencillo, me
dije: no quiero vivir una mentira, no quiero estar en la posición de
decir a la gente que se suscriba a tal revista o recomendarle
determinada lectura; ¿para qué? Así que pensé: si esta es la verdadera
situación, mejor busco otro trabajo. Aprendo a cocinar y pongo un
restaurante, o bien me vuelvo médico o banquero. Tenía que hallar una
respuesta, como hizo Thomas Mann en determinado momento. Cuando estalló
la Primera Guerra Mundial, él era el escritor e intelectual conservador
por excelencia, alguien que podría haber dicho: “Mientras pueda seguir
gozando a Bach y Wagner, lo dem¡s no me importa.” La lectura de Goethe
logró ponerlo en el camino correcto: Mann tuvo que escribir tanto Consideraciones de un apolítico como una versión totalmente nueva de La montaña m¡gica.
Esta obra había sido planeada originalmente como una novela breve en
tono humorístico, para satirizar a los humanistas, pero Mann comenzó a
preguntarse cu¡l era la legitimación de su propia existencia: primero,
los seres humanos son la única especie capaz de reflexionar sobre el
propósito de su vida; segundo, los intelectuales, esa gente sumamente
privilegiada que no tiene que levantarse a las cinco de la mañana para
trabajar en el campo, puede vivir la vida de los libros y su mayor
responsabilidad es proyectar el mundo tal como es. De ahí que hablemos
de una traición de los intelectuales, que buscan legitimarse en la
derecha o la izquierda: ser independiente no es una posición f¡cil. Eso
lo padecimos en el Nexus Instituut, donde durante muchos años nos fue
imposible conseguir financiamiento porque queríamos mantener nuestra
independencia. El intelectual debe ser independiente.
En una parte de tu libro dices que el papel de los intelectuales
es conservar el legado de la tradición, conectar el presente con las
grandes obras del pasado. En cierto sentido es lo que haces en Nobleza
de espíritu al acudir a Sócrates, Spinoza, Thomas Mann, etcétera. Pero
est¡n asimismo los intelectuales o artistas cuyo trabajo consiste m¡s
bien destruir el mundo que conocemos para dar un paso adelante hacia
nuevas visiones, nuevas lecturas. Pienso, por ejemplo, en Malévich y la
pintura abstracta, Mallarmé y la destrucción de la p¡gina en blanco...
Picasso, Schönberg...
¿Qué piensas de este tipo de contradicciones?
Desde mi perspectiva no hay tal contradicción. Mi visión del mundo
est¡ determinada por el pensamiento de Thomas Mann, que no era alguien
como Joyce, Kafka o Beckett, sino una mente mucho m¡s conservadora. Era
plenamente consciente de lo que estaba yendo mal, de modo que regresó
al ideal del mito, sobre todo en José y sus hermanos y Doctor Fausto.
Por razones de peso, tuvo que tratar con Schönberg en un momento en que
se creía que la tradición no podía continuar porque se generaría un
vacío: sería una traición que un compositor del siglo XX escribiera
música como Beethoven. Mann siempre receló de esta clase de
oscurantismo, así que se empezó a preguntar cómo lidiar con las nuevas
realidades...
O cómo desafiarlas.
Por supuesto. Esa era justo la idea de Mann, pero la vi confirmada
en Picasso, Breton, Joyce, etcétera: pudieron hacer lo que hicieron
sólo gracias a la tradición. Ahí est¡n también Mondrian y Boulez, y
sobre todo Schönberg, que estudió intensamente a Bach. El caso es que
la idea de Mann, tomada de nuevo de Goethe, era la siguiente: la única
dirección que hay que seguir es hacia adelante. Ahora bien, cada
artista debe encontrar su propio lenguaje, para poder avanzar y
presentar algo nuevo. Sin embargo, estoy seguro de que en todo lenguaje
que busca atender los problemas de nuestro tiempo de forma
significativa, en toda creación que quiere ser importante, est¡
presente la tradición. No creo para nada que las cosas que hoy vemos en
los museos de arte contempor¡neo, obras que la gente admira y por las
que puede pagar miles de dólares, vayan a perdurar: no pasaron primero
por la tradición. Pensemos otra vez en Mondrian o en Joyce, que
escribió el Ulises con todo el peso de la tradición.
O en el Picasso anterior al Guernica...
Efectivamente. La clave, y hasta Primo Levi escribió al respecto,
es muy sencilla: la tradición es parte intrínseca de nuestra identidad.
Uno no puede desarrollarse como artista y crear algo nuevo así como
así, de la nada.
Es también una idea de Octavio Paz: la ruptura sólo es posible
desde la tradición. Esto nos lleva a otro asunto: el canon. Creo que tu
libro es un intento por establecer un canon intelectual, rescatando a
figuras como Manès Sperber, George Orwell y Arthur Koestler frente al
canon que pondría a Sartre o los ideólogos. Es decir que el canon, la
tradición, no es algo establecido sino algo vivo, cambiante, por lo que
hay que pelear.
La historia m¡s maravillosa que conozco al respecto tiene que ver con La Pasión según San Mateo de Bach, que cayó en el olvido durante m¡s de cien años hasta que Mendelssohn la rescató.
Algo similar sucedió con Góngora, que estuvo olvidado durante dos siglos y medio.
¿Qué significa entonces ser parte del canon? Todo lo que juzgamos
importante o trascendente est¡ condenado al olvido. Hay una pregunta
que me planteo desde hace tiempo: ¿por qué tantos talentos magníficos,
tantos artistas grandiosos, no han sido reconocidos en su propia época?
Eso fue lo que ocurrió con Bach, Mozart, Kafka y muchos m¡s; Goethe y
Thomas Mann fueron verdaderas excepciones. Así, una de las mayores
obligaciones intelectuales es mantener viva la herencia cultural,
resguardar los orígenes y tesoros de la tradición –porque eso es justo
lo que son: tesoros– y rescatarlos en el instante adecuado. Baltasar
Graci¡n, Camus, Chiaromonte: todos ellos tienen algo que decirnos, de
modo que hay que tratar de volverlos parte del canon. Creo que el canon
es algo que se debe ampliar todo el tiempo.
¿Por qué no nos hablas un poco acerca de la transformación de
Thomas Mann, que abordas en tu libro, y que va del personaje apolítico
al comprometido con la causa antinazi, del pangermanista que piensa que
el corazón de la cultura europea se manifiesta en Alemania al defensor
de los valores universales? ¿Cu¡les son las causas de esta metamorfosis
y cu¡l es tu lectura personal al respecto?
Fue una transformación fundamental, ya que logró hacer de Thomas
Mann una figura creíble; sin este proceso, él jam¡s habría sido el
hombre que conocemos. Es un buen ejemplo de lo que significa la
integridad intelectual: si uno no tiene la capacidad de transformarse,
carece de esta cualidad. Lo que le ocurrió a Mann fue lo siguiente:
nació en 1875 y creció en un círculo social orientado hacia Wagner, que
fue su gran ejemplo; en un inicio Goethe no le atraía demasiado:
Wagner, Schopenhauer y Nietzsche conformaban su pensamiento. Otro
aspecto esencial es que era protestante y, como tal, se interesaba m¡s
por los principios de su propia existencia, si estaba o no justificada.
En 1911, sin embargo, ya estaba lidiando con el dilema del arte y el
espíritu: sabía que no era un artista a la manera de Tolstói, capaz de
concebir grandes epopeyas y construir escenarios fastuosos, sino una
mente m¡s crítica. Pero ser una mente crítica en aquella época lo
convertía en un intelectual, una persona conservadora, y no en un
auténtico poeta, así que empezó a escribir para resolver la duda de si
en realidad era un artista. Porque no se consideraba como tal: se
inclinaba m¡s hacia el lado intelectual, el lado crítico. Y entonces
descubrió a Goethe. Ese mismo año escribió a un amigo una carta donde
decía: “En términos de poesía, futuro e integridad deberíamos elegir a
Goethe, pero presiento que a final de cuentas todos los alemanes
acabar¡n escogiendo a Wagner.” Recordemos que esto sucedía en 1911.
Luego vino la Primera Guerra Mundial y la tremenda disputa con
Heinrich, su hermano mayor, con quien cortó toda comunicación durante
siete años; la controversia se centró en un tema: ser cien por ciento
apolítico en esta época equivale a ser amoral. Ese es un punto señalado
también por Octavio Paz: toda crisis política es esencialmente una
crisis moral. Thomas Mann no lo entendió en ese momento y se sintió
profundamente herido, pero sólo nos podemos sentir así cuando sabemos
que hay algo de verdad en aquello que nos hirió. Años después, en 1918,
publicó sus Consideraciones de un apolítico, donde queda claro
que creía que la única forma de proteger la verdad, la libertad, la
belleza y la cultura era interviniendo en el orbe de la política, las
mentes politizadas y la democracia: quería proteger ese mundo. Ahora
bien, el error que cometió y del que se dio cuenta en cuanto se lanzó
el libro fue que su concepto de cultura se conectaba con un
conservadurismo político. ¿Qué pasa entonces? Sale el libro, lo lee, le
gusta, pero al llegar a la segunda parte empieza a sentirse incómodo:
descubre que sus ideas pueden tener serias repercusiones. Y luego, en
1922, viene el asesinato de Walther Rathenau, ministro de Asuntos
Exteriores de la República de Weimar. La incomodidad de Mann aumenta:
cree que su libro puede ser utilizado para legitimar la violencia.
Hace poco, no obstante, descubrí algo muy hermoso. Cuando Mann
tenía dieciocho años murió su padre, un suceso que obviamente lo afectó
y que acabaría por abordar en Los Buddenbrook, donde est¡
presente la noción rom¡ntica de que hay m¡s belleza en la muerte que en
la vida: una noción que proviene del mito de Trist¡n e Isolda y llega
hasta Schopenhauer y Wagner. En esa época, Mann lee un poema de Goethe
escrito con motivo de la muerte de Schiller [“Epílogo a la ‘Campana’ de
Schiller”], donde hay un verso que lo sacude y cuya idea es la
siguiente: sólo el valor de la vida puede vencer a la muerte. Mann era
muy joven y no podía comprender el significado de esa línea; en ese
momento, adem¡s, sus ideales eran Wagner, Nietzsche, Novalis, etcétera.
Pasaron los años y alrededor de 1921, poco después de la creación de la
República de Weimar, recordó de golpe ese verso que terminaría
incorporando a La montaña m¡gica, durante una de las discusiones
finales entre Hans Castorp y Settembrini. En alguna parte Castorp
señala: “Toda esta gente en el restaurante es tan ordinaria que ni
siquiera merece morir”, y Settembrini responde: “Mira, pequeño
estúpido, debes entender que no se trata de la muerte sino de la vida y
la muerte”, y entonces cita el verso de Goethe. ¿No es una anécdota
maravillosa? Mann lee ese verso en su juventud, no cree en lo que dice,
lo recuerda en 1921 y lo usa en su novela en un instante revelador para
Hans Castorp. A partir de La montaña m¡gica, Thomas Mann se vuelve el escritor y el hombre que hoy conocemos.
Otro aspecto que me interesa de tu libro es que hay una crítica
implícita a la academia y la universidad: como si la actuación que
reclamas a los intelectuales debieran tenerla los académicos, y no lo
est¡n haciendo. ¿Cu¡l es la esencia de tu crítica al discurso académico?
Hay un académico que admiro profundamente, Harry Austryn Wolfson,
que fue profesor de filosofía de la religión en Harvard durante casi
cincuenta años. A principios del siglo XX se trasladó a Europa y copió
el manuscrito de un erudito judío medieval, que luego tradujo añadiendo
sus propios comentarios; fue tal el empeño que puso en este trabajo que
acabó convirtiéndolo en su tesis. Wolfson lo sabía todo, y creo que no
podría haber vida intelectual sin este tipo de académicos. Para mí –y
no sólo para mí: esta crítica se remonta a Goethe y Schopenhauer–, el
problema comienza con la institucionalización de la vida académica,
porque quienes se han rendido a ella no tienen nada que ofrecer.
Primero, su lenguaje es incomprensible, no pueden escribir, y en esto
coincido justo con Schopenhauer: aquellos que no pueden escribir
tampoco pueden pensar, al menos con claridad. Segundo, empezaron a
creer en un concepto completamente científico de verdad y significado.
No hay nada malo con los científicos, que son tremendamente
importantes, pero cuando los académicos del mundo de las humanidades
buscan imitar esa clase de pensamiento no llegan a buen puerto. Sabemos
que ese fue el debate principal entre Vico y Descartes, y que este
último lo ganó, pero Vico dijo después que el precio que pagaríamos
sería la pérdida de la sabiduría: ya no habr¡ ideas, ya no habr¡
entendimiento. Así que soy muy escéptico en cuanto a lo que las
universidades en general pueden ofrecer en nuestros días: no tienen
nada que ver con el ideal de universidad, se han vuelto instituciones
huecas y utilitarias donde impera el desorden.
Hay que atesorar a los académicos que lo saben todo, como Wolfson:
son ya una especie en extinción. Pero cuando se trata simple y
sencillamente de elaborar una teoría literaria, ¿qué tiene eso que ver
con la idea original de Platón, que fundó la primera academia bajo el
principio de la educación liberal? Las universidades deberían ser el
lugar idóneo para impartir este tipo de educación; ellas eran nuestro
pilar, y su desaparición es una de las razones por las que ya no hay
una identidad europea. Nietzsche escribió y se quejó de que las
universidades existan sólo para preparar para cierta profesión que debe
ser pr¡ctica, orientada hacia los negocios. El mundo académico es una
broma absoluta.
Entiendo dos ejes centrales de tu crítica: la pérdida de la
esencia de la universidad, que es la educación liberal, y el intento de
transformar el lenguaje humanista en lenguaje científico, con el
oscurecimiento o empobrecimiento que resulta de ello. Pero hay un
tercer eje, siguiendo las ideas de Gabriel Zaid, que me gustaría
abordar para redondear este tema: el conocimiento para un grupo cerrado
que reparte privilegios, que es también una forma del ascenso en la
pir¡mide social. Es decir, si se tienen ciertos atributos académicos se
puede ir subiendo en la escalera, lo que conduce a algo aún m¡s triste:
el conocimiento no es para todos sino para un grupo que lo usufructúa
en su propio beneficio.
Cuando yo era estudiante tuve la enorme fortuna de contar con dos
excelentes maestros que me dieron toda la libertad: durante diez años
me dediqué únicamente a leer libros en mi casa. Si quieres volverte un
científico experto, tienes que consagrarte en cuerpo y alma a ello. Lo
interesante de la ciencia es que de inmediato queda claro si eres
estúpido y cometes errores: tu teoría simplemente no funciona; lo mismo
ocurre cuando eres arquitecto y tu edificio se viene abajo. El problema
es si eres un académico que quiere transmitir conocimiento y sucumbes a
la tentación, o mejor, a la perversión de ser un político. Hace poco
tuve que tratar con un académico muy reputado que pertenece al mundo de
las humanidades y que empezó a argumentar que los grandes libros no
sirven para nada. ¡Por supuesto!, pero lo que debería entender es que
estamos en el camino incorrecto si pensamos que la literatura debe ser
útil o pr¡ctica. Los autos y muchas otras m¡quinas son útiles, pero no
así el arte o la belleza. Esta politización de la esfera académica,
aunada a la pretensión de que quienes est¡n dentro de ella son
académicos auténticos porque piensan en términos de objetividad y
teoría, obliga a decir: “Hay que leer libros para encontrar y formular
nuevas preguntas.” Esa es la verdadera esencia de la vida intelectual y
filosófica: tratar de entender. La culpa es de los académicos
pragm¡ticos, pero también de la sociedad, que reclama con ridiculez que
no hay tiempo suficiente: todo se reduce a puntos y horarios, de modo
que si para tu tesis tienes que leer Madame Bovary sólo te
pueden exigir las primeras setenta y cinco p¡ginas o el resumen de la
novela. Quienquiera que entre en el mundo universitario actual debe
salir adelante por sí mismo.
De Nobleza de espíritu me interesó mucho el rescate que
haces del editor Sammi Fischer y su apuesta por el primer Thomas Mann,
ejemplo del legado de la cultura judía europea, barrida por el nazismo.
¿Crees que Europa se recuperar¡ alguna vez de la pérdida de esa
cultura? ¿Cómo acercarse a esa amputación, cu¡l es nuestra
responsabilidad frente a ella?
George Steiner dijo alguna vez que Europa se suicidó al matar a los
judíos, y creo que tiene toda la razón. Hay otra idea con la que
coincido y que viene de Joseph Roth, que en una de sus Crónicas berlinesas
dice: “Miren cu¡les son los libros que est¡n quemando los nazis: todos
son libros judíos. Vean la lista de los grandes libros europeos: la
mayoría han sido escritos por autores judíos.” Roth est¡ en lo cierto,
y para constatarlo basta repasar la nómina de los autores de la Viena fin de siècle;
aunque no todos admitían su condición judía, esa era su ascendencia:
Herzl, Kraus, Von Hofmannsthal, Wittgenstein, etcétera. Ahora bien,
inicié la revista Nexus con mi amigo Johan Polak, un viejo
editor judío que sobrevivió a la guerra con la convicción de que su
responsabilidad era transmitir el mundo de la cultura europea que
Hitler había querido destruir, así que fundó una editorial donde
publicó a Canetti, Nabokov, Yourcenar y muchos otros; era un hombre
chapado a la antigua y vio en Nexus otro canal para lograr su
cometido. En cuanto al futuro de Europa, soy pesimista ante la
situación que se nos presenta actualmente aunque mantengo el optimismo
porque creo que podemos modificarla: me niego a creer que este panorama
prevalecer¡ para siempre.
Una de las posibilidades que veo antes de que esto empeore y
atestigüemos cosas terribles es que haya m¡s personas como nosotros,
que empiezan a asumir que tienen cierto compromiso. Jan Patočka,
el filósofo checo, escribió una gran frase que dice que la esencia de
la grandeza humana radica en que podemos crear un lugar en que imperen
la justicia y la verdad; esta línea resume el sentido de la vida
intelectual. Pero volvamos al tema de la tradición y la identidad
europeas, que no podrían existir sin el legado intelectual judío. Una
de las mayores tragedias –de hecho es algo peor que una tragedia– es
que Europa se volvió un sitio donde los judíos ya no se sentían
bienvenidos, y por ello tuvieron que buscar un lugar donde refugiarse
si las cosas empeoraban. Ese lugar se llamó Israel, que es la herencia
de Europa. Por fortuna hay mucha gente como tú o como yo que intenta
crear pequeños refugios fuera del sistema; es una met¡fora de mi amigo
Johan Polak, el editor judío del que hablaba antes, que me dijo que Nexus
debía ser un pequeño monasterio secular, un sitio que cumpliera la
función de los monasterios medievales: reunir textos para transmitirlos
y darlos a conocer. Por eso quise editar la revista no sólo en internet
sino en papel: para que dentro de cien o doscientos años haya un
registro fiel de este empeño por preservar la cultura.
Quiz¡ la forma en que hoy día se sigue traicionando el legado de
la cultura judía es que el viejo antisemitismo se esconde en la crítica
total al Estado de Israel, aunque sea criticable por muchas cosas.
Decir que Israel est¡ siempre mal es una manera de que sobreviva ese
proverbial antisemitismo europeo. ¿Estarías de acuerdo en que muchas de
las críticas que se hacen al estado de Israel son en realidad
prejuicios ideológicos? Porque siempre se le mide con una vara m¡s
dura...
En Europa sigue habiendo un fuerte antisemitismo, sí, pero también
hay un fuerte antiamericanismo: existe un hondo resentimiento, que
tiene que ver con varias cosas. Lo paradójico de la situación es que el
país donde hay menos antisemitismo es Alemania; en los Países Bajos,
por ejemplo, uno tenía que acudir a la televisión germana para
enterarse de lo que realmente ocurría en Israel, ya que la televisión
holandesa sólo transmitía lo que pasaba con los “luchadores por la
libertad” de Hezbol¡. Lo que vimos alrededor del 11-S fue vergonzoso.
El antisemitismo, pues, sigue enraizado en el organismo de la gente.
Eso se debe a varios factores, entre otros la incapacidad de lidiar con
la culpa y el rencor por el éxito del Estado de Israel. Es un fenómeno
muy profundo.
¿No crees que la fragilidad democr¡tica de ciertas zonas, por
ejemplo América Latina, tiene que ver con que la democracia exige una
conciencia individual que es abolida por los regímenes totalitarios, lo
que facilita la obediencia y quita responsabilidad a la persona?
¿Estarías de acuerdo en que las sociedades que carecen de individuos
que defiendan sus valores no pueden ser democracias fuertes? Porque,
hay que insistir, la democracia exige participación individual en la
defensa de sus valores.
Es verdad. Pero, para ser franco, conozco m¡s acerca de la
situación democr¡tica en la región donde vivo; con todo, sea donde sea,
la democracia puede existir sólo si hay libertad y se respetan nuestros
derechos. Ya vimos lo que pasó en Italia. O en Estados Unidos: Bush fue
electo presidente no una sino dos veces, un hecho insólito. Ahí est¡
también la implosión de los partidos socialdemócratas en Europa:
Francia, Holanda, etcétera. Creo que si queremos argumentar a favor de
la democracia global, debemos empezar por hacerlo con la de nuestros
propios países. Tenemos que librarnos del impacto tremendo y peligroso
de los medios masivos de comunicación. También hay que pensar en el
bajo nivel del mundo político y en que hay una gran hipocresía que no
dejar¡ de tener consecuencias. Estados Unidos al menos sabe cómo lidiar
con el multiculturalismo porque es un país basado en la inmigración, el
famoso melting pot; los europeos no tenemos la m¡s remota idea
de cómo manejar este asunto, y me aterra recordar que la de Europa es
una historia llena de masacres y guerras religiosas y políticas. Est¡
adem¡s nuestro espíritu imperialista y colonialista: garantizamos
nuestra riqueza regando la pobreza por doquier. Después vienen las dos
guerras mundiales, al cabo de las cuales se abre una magnífica ventana
de oportunidad gracias a una idea de la que el propio Thomas Mann se
vuelve adepto: ahora debemos tener una Europa unida. Nuestra gran
tragedia es que estamos perdiendo esa ventana de oportunidad a un paso
acelerado. Se puede salir a la calle en cualquier lugar de Europa
occidental u oriental y preguntar a diez personas si se consideran
europeas: se te quedar¡n viendo sin saber de qué hablas. Dejamos pasar
ese momento de nuestra historia en que podríamos haber tenido por fin
una identidad que nos hubiera permitido decir: “Soy católico o
protestante, holandés o francés, pero también europeo.” Las identidades
se est¡n reduciendo cada vez m¡s. En los Países Bajos, una región tan
pequeña, se ha generado una discusión sobre el reconocimiento oficial
de otros dos idiomas que se hablan en las provincias, bajo el argumento
“debes respetar mi identidad”.
En época de crisis el mejor refugio es la propia tribu.
En efecto. No hay ninguna ley natural que diga que no habr¡ m¡s
guerras tribales en Europa. Y si la situación actual continúa, si no
hay un cambio radical en términos no de economía o política sino de
pensamiento –por ejemplo: qué significa ser europeo, por qué es
importante la cultura–, si vemos que la respuesta no es el
multiculturalismo sino el cosmopolitismo, por supuesto que habr¡
guerras tribales. Ya hay, de hecho, pequeños brotes: en Italia, el sur
no se puede comunicar con el norte.
Pese a todo, no quiero ser etiquetado como un pesimista cultural,
porque no creo en las moralejas de la historia. Lo que sí creo es que
mientras tengamos nuestra libertad, podemos aceptar una responsabilidad
social, incorporar cambios, marcar la diferencia.
Me gustaría saber tu opinión sobre la batalla de Ayaan Hirsi Ali y cómo la trataron en Holanda.
Ayaan Hirsi Ali es una mujer sumamente valiente con una misión que
no estoy seguro que siempre formule de manera heroica. Pero su
importancia es indudable: aclara situaciones y señala lo que est¡ en
juego. Desde mi perspectiva, creo que habría sido m¡s eficaz como
activista si hubiera estado fuera y no dentro de la política; me parece
que esa fue justo una de las razones por las que abandonó finalmente el
orbe político. Al ver a gente como ella o Martin Luther King pienso que
el activismo no debería mezclarse con la política: lo mismo pasa con
los intelectuales. El modo en que Ayaan fue tratada es uno de los
momentos m¡s vergonzosos de la historia reciente, la conducta de los
holandeses resultó imperdonable; lo que empeoró las cosas, sin embargo,
fue que una integrante de su propio partido –que buscaba el liderazgo
de este– expuso a Ayaan por un par de pequeños errores burocr¡ticos, y
adem¡s los vecinos del barrio donde ella vivía empezaron a quejarse
porque se sentían amenazados. Pero la mayor tragedia es la siguiente:
en 2007 coincidí con Ayaan y asistí a una entrevista pública con ella,
y para mi sorpresa pude advertir que su modo de pensar es enteramente
holandés. Es una holandesa de cabo a rabo: piensa en holandés, habla
holandés, ¿qué m¡s se puede pedir? Holanda, desafortunadamente, ha
dejado de ser la patria de la democracia liberal, el refugio de los
exiliados: gente como Ayaan, con todas sus complejidades, no puede
hallar un sitio seguro en nuestro país.
Pero vamos a contextualizar: hace tiempo, aunque tampoco tanto,
hubo un pintor llamado Vincent van Gogh que también tuvo que salir de
Holanda; se estableció en Francia, como sabemos, y durante toda su vida
no pudo mostrar a los holandeses ninguno de sus cuadros. Hoy, por
supuesto, tenemos el Museo van Gogh y toda la parafernalia en torno del
artista: es la típica actitud de un país pequeño. Los holandeses no
podemos lidiar con la excelencia, una idea que siempre nos ha
horrorizado.
Y Ayaan Hirsi Ali tiene que ver justo con la excelencia. Su
autobiografía es uno de los libros m¡s conmovedores de los últimos años.
Es increíble lo que ha tenido que sobrevivir y soportar. Insisto:
es una mujer extremadamente valiente que sabe que su vida est¡ en
riesgo. Es muy deprimente la situación en los Países Bajos, aunque
también en el resto de Europa occidental.
Octavio Paz siempre pidió, dado el fracaso de la política del
siglo XX, que se intentara reconciliar las dos grandes tradiciones
occidentales: el liberalismo y el socialismo democr¡tico. Es decir, el
futuro sólo era posible si convergían ambas tradiciones. ¿Quieres
especular sobre una posible respuesta a este dilema?
Me gustaría hablar de otras dos ideas que vienen del propio Paz. La
primera: quienes vivimos en la modernidad –dice– somos parte sólo de
tal tradición, y esta no se emparienta con un nombre determinado; los
judíos, el islam, etcétera: todas las tradiciones tienen un nombre
salvo la nuestra; el término “modernidad” carece de sentido. Segunda
idea: por definición, la democracia intenta contestar las preguntas de
Sócrates, que no obstante siguen y seguir¡n ahí al igual que la
búsqueda de nuestra identidad; por tanto, el enfoque final de este
asunto debe ir m¡s all¡ de la política. A este respecto regreso a
Thomas Mann, que descubrió el humanismo europeo y juzgó que su esencia
era la siguiente: el arte, la moral y la política conforman la
totalidad de la vida humana. Creo que no avanzaremos mucho si esas dos
grandes ¡reas, la estética y la ética, no forman parte de nuestro
pensamiento. Si queremos tener un futuro como civilización, debemos
apelar al mundo del humanismo europeo: no a la religión, ni a la
política, ni a las ideologías, ni a la tecnología, ni a la economía. El
humanismo europeo, que incluye a Paz y Borges y tantas otras mentes
brillantes, es nuestra respuesta. ~
Traducción de Mauricio Montiel Figueiras
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