"El que no posee el don de maravillarse ni de
entusiasmarse más le valdría estar muerto, porque sus ojos están cerrados."
Albert Einstein
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EDITORIAL
Hola!
Muchos de nosotros hoy
hombres adultos, fuimos educados bajo la premisa "los hombres no lloran".
Crecimos creyendo que debíamos ser pilares de autocontrol en nuestra casa paterna
y propia. Pero en ese proceso, como Pink Floyd, construimos una pared alrededor
de nuestro corazón, limitamos la expresión de nuestros sentimientos y con mayor
razón nos prohibimos llorar, y así la pared año tras año se hizo más alta e
infranqueable.
Pero esta situación es a la vez un camino de aprendizaje:
"Comunicarnos de nuevo con nuestro corazón", y así lo escogimos nosotros
mismos. Es necesario aceptar que a través de la razón y la lógica nunca nos vamos
a comunicar con nuestro Ser, simplemente porque este no reside en el cerebro.
En
mi proceso personal, habiendo sido educado como uno de "los hombres que no
lloran", he tenido la oportunidad de romper la resistencia de mi ego varias veces, y en
esas ocasiones he terminado llorando como una niña chiquita... y francamente, se
siente delicioso!
Mostrarse vulnerable, permitirse tener sentimientos, llorar,
son solo expresiones de nuestro corazón, son un camino para volverse a conectar
al Ser. Si bien no se trata de identificarse con la creencia del ego que produce
sufrimiento, sí es necesario "ejercitar" nuestro corazón de vez en cuando, para
recordar que somos más que solo mente.
En servicio, Santiago
EL SENTIDO DE SENTIR, por María
Antonieta Solórzano
NO HAY NADA DE MALO EN
MOSTRARSE VULNERABLE
En estos días, los rituales de la navidad nos acercan
tanto a los sentimientos más profundos como a las expresiones de cariño y ternura
más cotidianas; a las preocupaciones por los grandes problemas de la humanidad,
como al agradecimiento y al compromiso con la felicidad de los más cercanos. Y no
es raro entonces, que nos preguntemos si habremos honrado a nuestros seres
queridos mostrándonos como verdaderamente somos.
Pues lo claro es que al vivir en una sociedad dominada
por el miedo, la agresión, la inconsciencia y el poder, casi todas las personas
se ven obligadas a guardar sus sentimientos más nobles y generosos porque, de
manera absurda, piensan que estos son precisamente la causa de la vulnerabilidad.
Así, no es raro oír que alguien afirme: “Qué pesar, es que soy tan
sensible que todo me afecta, por eso me la montan y me va mal”, o “No sé qué voy
a hacer conmigo pues cada vez que me encuentro en la calle con un niño que pide
limosna, me dan ganas de llevármelo para mi casa; lo mejor sería no volver a
salir a la calle”.
No parecen darse cuenta que su sensibilidad es justamente
un tesoro que se constituye en el eje de la compasión -expresión elevada del
amor- y de la empatía, que no es otra cosa que la habilidad de ponerse en los
zapatos del otro.
Aunque la presencia de estas dos cualidades tiene el poder
para cambiar el destino de la humanidad, el hecho de que surjan, con ocasión del
dolor que la injusticia, la agresión o violencia nos producen, hace que en muchas
oportunidades perdamos el rumbo y no las dejemos aparecer. Por lo tanto, no
resulta extraño que muchas personas dediquen grandes esfuerzos a volverse fuertes
y duros, a encontrar ese sitio mental en el que, aparentemente, nada los afecta y
todo les da lo mismo. Lo más doloroso es que muchas veces lo logran.
Y es que
pensamos equivocadamente que el dolor solo puede conducirnos a dos lugares. Por
un lado, nos atrapa en una sensibilidad que nos desgarra y nos convierte en
víctimas, o por el otro, nos conduce hacia la dureza de corazón que nos hace
indolentes y nos aleja la generosidad.
Al decidir usar la dureza de corazón,
como solución al dolor, el riesgo que asumimos es que ella, lentamente, se vaya
instalando en todos los momentos de nuestra vida, y cuando menos lo pensamos, se
ha convertido en una segunda naturaleza, pues no se la puede usar solo como un
vestido para salir a la calle.
En la consulta es frecuente oír cómo nuestro
verdadero Ser se pierde en las máscaras que desarrollamos para cumplir,
fríamente, con las exigencias que nos hacen los roles y funciones que
desempeñamos a lo largo de la vida. Por ejemplo, una mujer que estaba agotada, al
borde de una seria depresión, recordaba que de joven era alegre y divertida, pero
que al morir sus padres tuvo que aplicarse, sin mayor preparación, a manejar y
proteger la herencia. En consecuencia, se convirtió en una persona exigente y
perfeccionista, a un punto tal que sus hijos no pueden creer que ella había sido
risueña, pues todos los momentos en su presencia ahora se tornaban tensos. La
dureza de corazón había invadido su hogar y la relación con sus hijos.
O un
hombre común y corriente que se va acostumbrando, en el mundo que llamamos real,
a hacer de la soberbia una máscara coherente con la prohibición de mostrar
vulnerabilidad. Esto a un extremo tal que cuando necesita expresar el amor que
siente por sus seres queridos, ya no sabe cómo hacerlo, se confunde y parece que
regañara. La sorpresa de su familia es grande cuando notan que el afecto lo
conmueve y llegan a decir: “Nunca lo habíamos visto tan enternecido, no nos
imaginábamos que él pudiera ser así”.
En cambio cuando escogemos la
sensibilidad, el valor de vivir el dolor nos abre otros caminos. Podemos
descubrir el héroe que llevamos dentro y, por ejemplo, tener la fuerza suficiente
no solo para actuar aisladamente, sino también para comprometer a otros a
realizar acciones de solidaridad. Pero sobre todo lo más importante: cuando las
vulnerabilidades de nuestra familia nos conmuevan, nuestro corazón y nuestra
capacidad de lucha se pondrán a su servicio. Nuestro verdadero ser podrá honrar
los sentimientos más profundos y las expresiones de cariño y ternura más
cotidianas; y seremos capaces de mostrar nuestra legítima preocupación por los
grandes problemas de la humanidad, tanto como el agradecimiento y el compromiso
con la felicidad de los más cercanos.
(María Antonieta atiende
consulta individual y realiza otras actividades relacionadas con su práctica
profesional según se le solicite. Para mayor información, por favor escribe a: mariaantonieta.solorzano@...)
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Publicado originalmente en El Espectador.
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